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Tribuna
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Género

Rosa Montero

De nuevo septiembre, de nuevo Madrid, de nuevo la vida. Salgo de ese estado de suspensión global que son las vacaciones, regreso de una zona remota del planeta y de mí misma, y cae sobre mí la realidad feroz: Kinshasa con sus muertos achicharrados, los brutales atentados terroristas, los bombazos de Clinton; y, por aquí, un señor llamado Barrionuevo, condenado por gravísimos delitos, paseándose en olor de santidad y repartiendo lecciones de ética. De nuevo la vida, sí, pero la vida fea.Debí preverlo hace un par de noches, cuando asistí a una de las escenas más surrealistas que he vivido. Era la una de la madrugada y estábamos en el aeropuerto de Anchorage (Alaska). En la zona de facturación había un barullo inmenso: los aviones iban llenos de turistas de regreso a casa. Pero no eran turistas comunes, sino hordas de cazadores que habían venido a Alaska, en apretados viajes de tres días, dispuestos a matar mucho y muy deprisa. Ahí estaban, pues, en los mostradores del aeropuerto, decenas y decenas de señores vestidos como fantoches con ropas de camuflaje militar, tipos estentóreos y gárrulos que agitaban los estuches de sus rifles por si no nos habíamos percatado de su condición aniquiladora. Algunos llevaban en la mano cornamentas de alce o de reno recién arrancadas de sus mansas víctimas, con la parte sanguinolenta de la piltrafa envuelta en cinta aislante; y todos ellos facturaban grandes contenedores frigoríficos, tiznados de más sangre, en donde acarreaban los despojos de la matanza. Tal vez alguien piense que me excedo al relacionar a estos individuos con las atrocidades de Kinshasa, por ejemplo. Pero les diré que viajar de madrugada en un avión atiborrado de animales descuartizados y de energúmenos que, vestidos de camuflaje, se pavonean de la casquería, te hace perder la confianza en el género humano.

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