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Septiembre otra vez

JULIO A. MAÑEZ Ningún verano será nunca jamás como los de nuestra infancia, al igual que sucede con tantas otras cosas, y aunque el que termina no ha sido del todo ocioso, sí se ha encargado de reunir esa clase de características engorrosas que cabe definir de una vez por todas como irremediablemente adultas. Qué le vamos a hacer. Lo peor, con siendo grave, no es mirarse la cara ante el espejo y tratar de entender qué pasó en ella, saludable ejercicio que a buen seguro no practica Julio Iglesias, sino la certidumbre de que septiembre y lo que cuelga espera otra vez agazapado para volver a hacernos de las suyas, anunciando un octubre algo más temible que tal vez decida adecentarse a las puertas de un noviembre que llegará disfrazado para no infundir las sospechas de costumbre. Bien decía Freud, ese judío empeñado en erradicar las manías de la burguesía vienesa de fin de siglo, de cualquiera de los miles de fines de siglo que recuerdan los calendarios pasados y venideros, que el pavor, cuando no la construcción, de lo siniestro se alimenta de una cierta ensoñación de las experiencias que no son más próximas, sobrevenidas de pronto a modo de deformada repetición insoportable. Y así como el miedo reside en la alarma extrema ante lo desconocido, mientras que el temor no es otra cosa que la inquietud ante la posibilidad de que se repita la situación que provocó el miedo, no estamos ciertamente desprovistos de temores a la hora de contemplar con serenidad el otoño que nos aguarda a la vuelta de la esquina. Por empezar por lo más suave, nada garantiza que el pacto lingüístico acierte a cumplir con las tareas que tantos trabajos ocasionaron a sus impulsores, ni que allá por diciembre no tengamos otra vez la de todos los domingos, a cuenta entonces de la composición de la Academia que habrá de apechugar con las decisiones de rigor. La cosa puede convertirse en algo tan lejos de lo divertido como de lo irritante, para quedar sencillamente en un simposio de fatigas melindrosas. Otro asunto que invita al desaliento es la reiteración otoñal de Zaplana y sus muchachos en su afán por hacer patria valenciana en no importa qué remotos lugares de este mundo, bien pertrechados de su estupenda colección de sonrisas, alardeando en público de esa excelente disposición de ánimo que sin duda consideran alegremente contagiosa, retroalimentados todavía por la estancia de su exultante jefe de filas en las playas de Oropesa. Y todavía esa clase de espanto será cosa de poca monta al lado de obligaciones más domésticas, tanto más tediosas cuanto más próximas y de a diario, y que en vano buscarán en su carácter cotidiano el atajo para atenuar lo irremediable. La animosa actividad de museos y teatros caerá sobre nosotros con toda su brutal inanidad como una muestra más de que las plagas de Egipto unen a su carácter exportable la singularidad de no constituir para nada un repertorio de sucesos extraordinarios. El horror de lo que se extiende por diversión de consumo masivo hallará su más lúgubre expresión en los rostros y programas de nuestro canal televisivo y, para qué seguir, hasta es posible que alguien, además de los de siempre, se tome en serio lo del Hollywood de la Albufera, para contento de los emilikitos y expansión de los patosos. Termina agosto, en fin, aunque todavía es tiempo. Una loto, un premio único y, de momento, París en invierno. Y el sórdido placer de volver de turista en Fallas.

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