Los chinos
Cuando concluya este verano, la humanidad contará quizá con decenas de miles de chinos menos. Habrán muerto discretamente, ahogándose sin alaridos, extinguiéndose sin estruendo en alguna comarca incomunicada. Los chinos parecen condenados a perecer como chinos y ni siquiera la relativa indiferencia con la que Occidente observa las muertes en Sudán es comparable a la impavidez que destina a los chinos aplastados por la rotura de los diques, desvanecidos por el hambre ante el desaparecido palmo de tierra del que obtenían una taza de arroz. Los chinos no protestan aún, no suscitan grandes campañas de Cruz Roja, no provocan maratones de solidaridad ni conciertos rock. Se les tiene como una especie segregada y ni llegan a ser, como los africanos, una legión de pobres y lisiados. La cultura china ha preservado una esmaltada dignidad de ser distinto y Occidente le ha aplicado un código especial. No parece que el dolor duela igual en la carne de un chino ni su muerte despida la misma sustancia trágica que la del resto de la humanidad. El año pasado fueron ejecutadas en China más personas que en todos los países del mundo juntos. En China, a diferencia de los demás países, la proporción de mujeres es inferior a la de hombres por causa del infanticidio de niñas, cuya práctica se ha recrudecido en estos años. En la tradición imperial, el poder se hacía convincente y aceptable promulgando leyes despiadadas que imitaban el comportamieto inhumano de la naturaleza. Las inundaciones de estos meses han afectado hasta una quinta parte de la población total: muertes por asfixia, por cólera, por tifus, por desmembramiento, por desnutrición. Apenas unas breves e intermitentes noticias han informado sobre esta descomunal masacre de seres humanos que no resuenan, no huelen y no importunan a la conciencia internacional.
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