La peligrosa agenda de Anguita
Los allegados del líder de IU definen su actividad como una condena a trabajos forzados
La mejor manera de ahuyentar a los fantasmas es creer en ellos. La dirección de Izquierda Unida ha decidido por fin que los fantasmas existen, al menos los del corazón, y ayer aseguraba que Julio Anguita volverá a la política, pero que su agenda, a partir de ahora, será mucho más delgada. Los más allegados al coordinador general venían insistiendo, desde hace tiempo, en que la actividad de Anguita es lo más parecido a una condena a trabajos forzados. Si el Consejo Político aprueba que hay que dar conferencias, charlas, recorrer agrupaciones, entre los pocos que suelen cumplir el mandato como si se tratara de una orden divina, se encuentra Anguita. Y pocos más. Es verdad que se ha sometido como Dios le ha dado a entender a las instrucciones que le dieron sus médicos después del infarto de 1993. Tras alguna rueda de prensa, el coordinador general se despedía de los periodistas invitando a alguno a acompañarle a sus tablas de gimnasia. No ha vuelto, desde entonces, a encender un cigarro y ha mantenido una moderación casi franciscana a la hora de guardar continencia en el beber. En el comer, que es uno de sus gustos confesables, ha intentado sobrellevar la dieta de la mejor manera posible. Pero no ha sido bastante. El aviso cardiaco de hace unos días parece demostrar que ha trabajado por encima de lo tolerable.
En una organización tan jerarquizada y tan nucleada en torno al líder, Anguita ha tenido que apechugar con una agenda cargada, agobiante y agotadora. Es verdad que él no ha dejado demasiado aire para que otros le fueran liberando de determinadas tareas. Si su trabajo es intenso en la actividad política habitual, cuando llega alguna campaña electoral -municipal, autonómica o general- sus trabajos se multiplican sin remedio.
Entonces no hay ya tiempo ni para siestas, ni para ejercicios, ni siquiera para esa cabezada en el automóvil en el que viaja apartado de los periodistas. Él aprovecha entonces para preparar el próximo mitin, la siguiente entrevista o la charla en la universidad de turno.
En la última campaña general, Anguita se vio forzado en un solo día a dar una larga rueda de prensa por la mañana, acudir a Madrid para grabar en televisión una entrevista y rematar con un mitin, ya de noche, en Cádiz. Luis Carlos Rejón no olvidará cómo hubo de alargar angustiosamente su intervención porque la avioneta en la que el coordinador general viajaba no acababa nunca de llegar. Rejón animó, pidió el voto, criticó a unos y a otros y terminó contando la parábola del hijo pródigo mientras miraba, cada vez más alarmado, su reloj. Llegó Anguita y cerró el acto con un discurso del que no ahorró ni un solo minuto. Nadie observó el cansancio que a esas horas se había instalado en el pecho de Julio Anguita.
Él, además, no repite nunca el mismo discurso. Lo cambia en cada lugar y según las circunstancias. Utiliza una base única que va rellenando cada día con datos distintos. Siempre -bendito sea- da algún titular a los periodistas con los que todos los días tiene un encuentro matinal donde les anticipa lo que va a decir para que radios y otros medios tengan siempre algo que llevarse a la boca -Dios le bendiga de nuevo-.
Sus mítines son ardientes. Grita, mueve el cuerpo, se tensiona, gesticula. Utiliza la voz como un auténtico profesional. Lo mismo es el maestro de escuela -él mismo lo recuerda en sus intervenciones- que el profeta de verbo tronante que amenaza con los peores castigos divinos y humanos. Se anima, carga contra esto o aquello. Habla con dulzura o pone ejemplos populares que hacen asentir al público. Todo. Nadie podrá decir que Anguita despacha un mitin con una simple faena de aliño. Como los viejos toreros, va a por todas aunque le falle la suerte. Se entrega entero y de una vez. Y cree en lo que dice y hace que los demás lo crean. Pero, ¿es eso bueno para los fantasmas de su corazón?
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