¿Una nueva era del terrorismo internacional?
A lo largo de la última década, exactamente desde que se produjo el colapso de los regímenes comunistas otrora existentes en el espacio europeo central y oriental, el fenómeno terrorista ha consolidado ciertas tendencias que venía registrando con anterioridad. Pero, al mismo tiempo, ha evidenciado algunos significativos cambios en su naturaleza, perceptibles tanto en en el ámbito propiamente interno como en el internacional. Así, por una parte, se trata ya de una violencia casi por completo transnacionalizada y vinculada simbióticamente con otras formas de delincuencia organizada que traspasan también las fronteras estatales, cual es el caso del comercio ilícito de armas o del narcotráfico. Por otra, el terrorismo manifiesta en la actualidad tasas de letalidad cada vez más elevadas y una creciente presencia, entre quienes lo instigan o practican, de personas motivadas por creencias religiosas de fuertes connotaciones fundamentalistas. Ambas circunstancias se encuentran asociadas, además, al patrocinio estatal y extraestatal de dicha violencia.Desde final de los sesenta, las organizaciones terroristas han tendido a movilizar recursos humanos y materiales en países ajenos a los de sus respectivas poblaciones de referencia. Bien sea para posibilitar la realización de atentados en el seno del territorio sobre el cual tienen jurisdicción las autoridades a las que se dirigen en última instancia sus reivindicaciones, bien para actuar en los confines de politeyas estatales foráneas contra intereses de los adversarios o blancos significados que permitan publicitar determinadas demandas. La pauta por la que se difunde transnacionalmente el terrorismo consiste, así, en una reubicación de los activistas de los grupos armados clandestinos. Tanto la complejidad del sistema mundial como el proceso de globalización en curso facilitan que dicha forma de violencia, en su configuración actual, haya adquirido esta dimensión. A ello coadyuvan, en particular, los constantes desarrollos tecnológicos aplicados al transporte de mercancías y personas, los medios de comunicación masiva y la propia sofisticación del armamento al alcance de las organizaciones terroristas. La transnacionalización del terrorismo ha facilitado igualmente la creciente promoción estatal, directa o indirecta, de pequeños grupos armados, en función de intereses geoestratégicos concretos, dentro de lo que constituye el terrorismo internacional propiamente dicho.
Ahora bien, no es ésta la única tendencia reciente del terrorismo que se ha consolidado. Para quienes desde las agencias estatales especializadas o los recintos universitarios se interesan por los problemas de seguridad interior que en la actualidad afectan a las democracias, los vínculos existentes entre terrorismo y narcotráfico no constituyen un hecho novedoso. Aunque tales ligámenes suelen ser interpretados de manera estereotípica y simplista, su evidencia resulta preocupante. En concreto, esta creciente asociación entre los grupos terroristas y el mundo de los narcotraficantes se debe, básicamente, a tres circunstancias. En primer lugar, las similitudes existentes ente el terrorismo y otras formas de seria delincuencia han facilitado su mutua conexión, a pesar de que persiguen objetivos finales aparentemente distintos y hasta dispares. En segundo lugar, el comercio ilegal de sustancias estupefacientes es susceptible de proporcionar a las organizaciones terroristas y sus patrocinadores cuantiosos e inmediatos fondos, necesarios para la ejecución sostenida de campañas violentas y el mantenimiento de estructuras clandestinas. En tercer lugar, la actual estructura del mercado negro internacional de armas tiende a impedir transacciones que no descansen sobre la misma infraestructura utilizada para el comercio ilegal de drogas y otras formas de grave criminalidad organizada.
En otro sentido, se ha observado que, ante unas audiencias nacionales e internacionales cada vez más desensibilizadas respecto a la realidad del terrorismo, los grupos clandestinos que lo practican han optado, especialmente en la década de los noventa, por generar mayor atención pública y suscitar cotas más elevadas de alarma social mediante algunos cambios en sus pautas de victimización. En unos casos, dirigiendo la violencia hacia nuevos, por lo común inesperados, blancos. En otros, asegurando que los atentados resulten, además de espectaculares, altamente indiscriminados y extraordinariamente letales. Como los que han tenido trágicamente lugar frente a las embajadas de Estados Unidos en Kenia y Tanzania, con centenares de víctimas circunstantes. En particular, esta última tendencia a elevar el número de víctimas por cada acción terrorista, unida a la vulnerabilidad constitutiva de nuestras sociedades, hace más verosímil que en el pasado la eventual deriva del terrorismo hacia el empleo de materiales nucleares o componentes bacteriológicos. Si bien es cierto que, por el momento, a las organizaciones terroristas y sus proveedores les resulta mucho más accesible el aprovisionamiento y almacenaje de sustancias químicas susceptibles de ser utilizadas en atentados.
Finalmente, es necesario aludir al hecho de que, junto al mentenimiento del terrorismo asociado a conflictos de signo etnonacionalista, durante los últimos años ha crecido muy significativamente, en el contexto internacional, un uso de dicha violencia inspirado por planteamientos religiosos de carácter fundamentalista, carentes de restricciones morales para el homicido masivo. Sin embargo, frente a lo que comúnmente se piensa, el incremento de este terrorismo integrista no afecta sólo a la tradición islámica, sino que se ha desarrollado también a partir de sectores fundamentalistas de origen tanto judío como cristiano, en este último caso sobre todo en los Estados Unidos de América, al igual que acontece con determinadas sectas asiáticas. Junto a todo ello, ocurre también que se están registrando algunas modificaciones en la articulación misma de las organizaciones terroristas, cuya textura dista cada vez más de los grupos secretos rígidamente estructurados y con pautas de reclutamiento excluyentes, que hemos conocido en el pasado. Cada vez son más, por ejemplo, los activistas ocasionales que pertenecen a colectivos débilmente ligados a un grupo clandestino, cuya actividad violenta ha sido directamente incentivada o bien es consecuencia de una reacción de contagio, pero que, en cualquier, caso existen al margen del reducto de militantes altamente profesionalizados que permanecen en el núcleo central de la organización armada. Circunstancias como éstas favorecen la difusión del terrorismo y obligan a revisar las nociones estereotípicas sobre este fenómeno, cuando entramos quizá en su nueva era. Una nueva era del terrorismo que combina el fanatismo religioso, fórmulas de articulación organizativa menos centralizadas, un patrocinio estatal sostenido y la voluntad de ejecutar, calculadamente o a la desesperada, el notable potencial destructivo disponible.
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