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Leer en verano

JULIO A. MÁÑEZ No siempre se repara en un hecho de apariencia contradictoria que se repite verano tras verano con la persistencia del mal aliento y que muestra bien a las claras algunas de las características más chuscas de nuestra vida cultural. Me refiero, como el lector todavía no ha adivinado, a la coexistencia estival de dos tendencias de signo muy distinto en la orientación masiva de la oferta cultural por estas fechas. De un lado, en lo que tiene que ver con las artes de representación escénica que se desarrollan en grandes recintos abiertos, las que tanto proliferan en verano, se trata de una auténtica campaña de rescate de lo que se entiende comúnmente como clásicos, esos coñazos de invierno, con una clara preferencia por los autores griegos anteriores a Aristófanes, aliñada por lo general con la presencia de los clásicos castellanos de toda la vida. Y de otro, no hay suplemento dominical de la prensa de gran tirada que desdeñe incluir entre sus páginas la recomendación de esas lecturas refrescantes, de índole policíaca las más de las veces, destinadas a aliviar el sofoco de los calores. Es un asunto bastante chocante, que tal vez se apoya en una mercadotecnia algo estrafalaria y como de andar por casa. En el caso de lo que se programa en los escenarios, ballets de alcurnia incluidos, porque tiende a minusvalorar a los clásicos, convirtiéndolos en producto de temporada, un tanto a la manera de los helados fríos. Es como si se creyera que nadie en su sano juicio soportaría los rigores del clásico y sus tragedias en pleno invierno, cuando todo el mundo que tiene esa suerte anda ganándose la vida y reposando las veladas nocturnas ante la pantalla del televisor. De modo que lo mejor es arreárselos al espectador desprevenido que, en verano, huye de los sofocos del día refugiándose de noche en los recintos abiertos para ver lo que le echen. Que se atribuya a las desventuras de Edipo o al patetismo de El lago de los cisnes virtudes refrescantes capaces de distendir el ánimo cuando se dispone a conciliar el sueño, supone una cierta perversión del disfrute de la cultura, que contribuye de paso a ignorar el contexto en que esas obras así malbaratadas fueron creadas y su antigua función de ágora abierta a la purificación de la catarsis, tanto moral como estética. Algo parecido puede decirse de la recomendación prevalenciente en las lecturas veraniegas. En general, dan por supuesto que el destinatario, abrumado por las severas y abundantes lecturas invernales, desearía en agosto no tanto dejar de leer durante un mes, como sería lógico, sino más bien atenuar su vicio por otros medios echando mano de productos noveleros de segunda mano, como quien se ha pasado de whiski desde navidades y decide limitarse al agua mineral entre julio y septiembre. Por debajo de esa actitud respira la sospecha de que el ejercicio de leer es una dedicación aburrida, obligada en la mayor parte de los casos, y tan poco provechosa que bien pueden dedicarse un par de meses a ojear esos libros que refrescan precisamente porque carecen de importancia, lo que también viene a resultar insultante para el hermoso verano. Eso no descarta una sospecha mayor: se trata de incitar a leer a quienes nunca lo hacen, identificando así la lectura con la holgazanería de lo insignificante. Por no hablar de los museos de verano, que ésa es otra.

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