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¿Cuál es el sexo de los pianos?

Hicieron dedos y cuentas y adjudicaron a los teclados sus porcentajes planetarios. Y cuando sonó el pistoletazo, salieron a pedal de Pleyel hacia los más radiantes santuarios de París: José Iturbi, de Valencia; Leopoldo Querol, de Vinaròs, y Joaquín Rodrigo, de Sagunto. Qué desbandada de pianistas, intérpretes y compositores, bombeando Gershwin, Aranjuez, Liszt y arreglos de jazz, en las salas de conciertos y en las cisternas de los cuartos de baño, donde se enciende el transistor y se leen los titulares del diario de la mañana. Carles Santos también hizo dedos: cada tecla era un sofoco de placer y el tacto de un clítoris eréctil en la escala perentoria del orgasmo. El piano tiene su vida privada y sus partes íntimas y sensibles, como un órgano, como un instrumento de carne y cuerda. Posiblemente, Carles Santos lo supo en el Conservatorio Superior del Liceo de Barcelona y en sus estudios con Harry Datyner, en los alpes suizos, antes de que el gobierno francés lo trasladara a bordo de un fluido pensionado a la colina de Montmartre, para que ampliara sus conocimientos pianísticos. De regreso a Barcelona, musicó el Concert Irregular de Joan Brossa, para cantarle a Joan Miró la nana ingenua de sus 75 años, de su ciudad hasta Nueva York, "hombrecitos, no grandes hombres, sabios, generales o almirantes, nada más que hombrecitos, los amigos de Miró...", como siempre proclamaba Jacques Prévert encaramado en una nube de minio fresco. Llegó a la Tierra por Vinaròs, en 1940, cuando los escombros se hacían sopa con el verbo abrasador de Ibáñez Martín y el Movimiento Nacional era la fórmula uno en el circuito Por el Imperio hacia Dios; y cuando buenamente pudo Carles Santos se fue por una beca March hacia la vanguardia musical en los Estados Unidos y formalizó su plaza en la tendencia minimalista y repetitiva, donde ya habían levantado laboratorios de susurros, émbolos y sobresaltos Philip Glass y Terry Hiley. Carles Santos es un investigador con un piano que interpreta a John Cage o las variaciones de Anton von Webern ; o dirige el Inmobolis inmobili del también valenciano José Evangelista; o trabaja con Pere Portabella en el guión de la película Pont de Varsòvia y le escribe la música; o impulsa con el compositor Mestres Quadreny -de la quinta de Luis de Pablo, Bernaola, Halffter -, el Grup Instrumental Catalá; a andar de un país a otro dando recitales, de un festival a otro con su espectáculo Beethoven, si tanco la tapa què passa (Beethoven, si cierro la tapa, ¿qué pasa?); o estrena Belmonte, con una coreografía impresionante y secuencias cinematográficas; o recibe el Premi Nacional de Composició de la Generalitat que preside Jordi Pujol; o presenta en el Teatro Principal de Valencia su Tramuntana Tremens, coproducida por el IVAECM (Instituto Valenciano de Artes Escénicas, Cinematografía y Música) y el Mercat de les Flors de Barcelona, con ocho tenores columpiándose en otros tantos trapecios; o la Akademie der Künste de Berlín le monta Arganchulla, Arganchulla Gallao, donde la primera actriz orina in crescendo en lo alto de una peana. Estética y poética de rebeldía, de inconformismo, de búsqueda y de provocación, Carles Santos asume la responsabilidad social del compositor con el público y posiblemente la purificación del iconoclasta. En las culturas donde el astro rey es un sol de justicia sólo para la sangre azul, la púrpura eclesiástica y las finanzas, con un lebrillo de lluvia y una espuerta de estiércol se modelan divinidades, emperadores y banqueros. Entonces el iconoclasta es una criatura con espoleta que desmorona tanta usurpación, mientras mantiene unas tormentosas relaciones con su piano, después de ponerle música a las Olimpiadas de Barcelona y a la Expo sevillana, de estrenar su ópera Asdrúbila, en el Grec de Montjuïc, y de manifestar que la Generalitat de Valencia es una lata de conservadurismo con la fecha de caducidad a punto. Carles Santos alerta está, en la vanguardia.

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