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Buhardillas

Juan José Millás

Se celebra estos días el descubrimiento de la buhardilla, un invento francés de hace tres siglos con mucho éxito en el Madrid histórico. Cierto día, un arquitecto galo, François Mansart, estaba colgando una lámpara, cuando se abrió un boquete en el techo.-¿Qué hay ahí? -preguntó su mujer.

-Parece un agujero.

Se asomaron los dos y vieron que al otro lado había un cubículo en el que se podía enlatar a toda la servidumbre después de la jornada laboral. La buhardilla no nació, pues, de una inspiración romántica, sino de la necesidad práctica de almacenar al proletariado. En un desván de tamaño medio cabían, debidamente apiñados, tres mayordomos y cuatro camareras, con sus hijitos incluidos. En el verano, con el calor, perecían los servidores que no eran capaces de adaptarse al medio, lo que constituía un modo de selección de personal muy térmico.

Más tarde, al aparecer el pensamiento revolucionario en las cabezas de las clases bajas, los franceses sospecharon que podía deberse a la influencia de la buhardilla. Después de todo, ésta representaba el cerebro de la vivienda.

No se puede vivir durante mucho tiempo dentro de un cerebro sin que se te pegue algo de su materia gris. Entonces comenzaron a habilitar estos espacios como cuarto de estudio para sus hijos: abrieron ventanas, ventilaron, mataron los microbios, y a los jóvenes de la burguesía, que se pasaban la noche mirando a las estrellas, comenzaron a salirles inquietudes artísticas como bubones.

De ahí que lo primero que haya que comprar en la actualidad a un hijo poeta, incluso antes que una antología de la generación del 27, sea una buhardilla.

Entretanto, los criados comenzaron su descenso hacia las profundidades de los inmuebles. Hoy día, los cuartos de la servidumbre están en el sótano, junto a la caldera de la calefacción, que las clases altas consideran la parte no pensante del edificio.

Mi primera vivienda independiente en Madrid fue una buhardilla situada en Divino Pastor, junto a Fuencarral. La compartía con un chico de Zamora que no quería ser artista, sino funcionario. Hacía oposiciones a todo lo que se movía mientras yo escribía odas al frío en el invierno y églogas al calor en el verano. Durante el estío, pues, alternaba las églogas con las gárgaras de limón, para que no se me desecara la garganta, de ahí que ahora mismo no sepa muy bien la diferencia entre una cosa y otra.

Los techos de aquella buhardilla estaban tan inclinados que sólo se podía permanecer de pie a condición de abrir la ventana y sacar por ella la cabeza, hasta los hombros.

Al final de la jornada, me colocaba en esa posición y movía los pies, como si anduviera, pero sin moverme del sitio (estuve a punto de inventar la bicicleta estática). Solía imaginar que paseaba por los tejados de Malasaña.

El opositor prefería salir a caminar de verdad, pero en invierno, como no tenía abrigo, utilizaba mi sistema, y entonces teníamos que hacer turnos.

A mí me gustaba asomarme cuando llovía, porque era muy romántico cantar bajo la lluvia, aunque luego me acatarraba indefectiblemente.

La vida en la buhardilla, en fin, es muy dura, y no da talento, como suponían los franceses acomodados, más bien lo quita.

La cuestión es que el opositor y yo, que no teníamos en común más que la necesidad de compartir los gastos, comenzamos a alimentar durante aquella época un odio de clase excesivo.

Veíamos a la gente que vivía en los primeros pisos, y en los segundos, y en los terceros, y nos parecían explotadores de la clase obrera.

De modo que él abandonó las oposiciones y yo la poesía para dedicarnos a la política. Leímos juntos el Manifiesto Comunista, que no sabíamos que era una variante del Surrealista (las vanguardias nos confundieron mucho), y nos afiliamos a un partido en lugar de a una corriente artística.

No guardo, en fin, ningún recuerdo romántico de aquel habitáculo espantoso; al contrario: lo identifico con los peores días de mi vida.

El opositor falleció durante el invierno siguiente, de un catarro mal curado, y yo me tuve que cambiar a un sótano húmedo, donde por fin logré escribir una égloga, o quizá una gárgara, con la que gané mi primer premio literario.

Lo que no sé es quién inventó el sótano.

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Sobre la firma

Juan José Millás
Escritor y periodista (1946). Su obra, traducida a 25 idiomas, ha obtenido, entre otros, el Premio Nadal, el Planeta y el Nacional de Narrativa, además del Miguel Delibes de periodismo. Destacan sus novelas El desorden de tu nombre, El mundo o Que nadie duerma. Colaborador de diversos medios escritos y del programa A vivir, de la Cadena SER.

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