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El "derby" del rey y la reina

Fernando Savater

Entre los muchos argumentos que se me ocurren contra la supuesta excelsitud emocionante de un partido de fútbol, empezaría por mencionar su insoportable duración. Nada puede ser sublime ininterrumpidamente durante hora y media, aunque se haga un descanso a los 45 minutos para inspirarse de nuevo. Se me dirá que, en efecto, abundan los momentos de languidez, pero se soportan en espera de los animados ramalazos de genialidad balompédica en la que unos u otros dan lo mejor de sí mismos. Pamplinas. Después de esperar tanto rato entre carreras arriba y abajo, empujones mal disimulados y pelotazos a las nubes, raro sería que el atontado espectador no percibiera la maravilla prometida en cuanto se intercambian tres zapatazos un poco mejor orientados. Admitamos que puede haber algún atisbo ocasional de poesía en movimiento en un partido de fútbol -ya ven que no soy dogmático-, pero habrán de reconocerme que la mayor parte del inacabable episodio es mera prosa y mala prosa, prosa prosaica. El soplo poético suele estar más presente en los comentaristas del evento -Segurola, Marías, Valdano et alii- que en el campo.Comparen ese jadeante y larguísimo purgatorio sin más esperanza que las demoradas indulgencias que vengan a redimir su pena con la gloria fulminante de una carrera de caballos. Es como equiparar las 300.000 páginas de una novela de Günter Grass (quiero ser de nuevo generoso) con un cuento perfecto de Borges: la tarta de boda versus el tocino de cielo. La carrera dura aproximadamente un par de minutos, algo más que el clímax erótico y algo menos que la agonía, la verdadera medida del hombre que no ha venido a este mundo para hacer de pasmarote. Es la eternidad a nuestro alcance porque la eternidad es tiempo intenso, no extenso. Pura poesía de esfuerzo, fracaso y triunfo. Sin enmienda, sin aplazamiento. No hay segundo ocioso, nada se repite. Lo que pasa ya está pasando y ya ha pasado, para siempre. Claro que si lo que ustedes buscan es dale que te pego, entre bostezos y recaídas, por mí no se priven. A lo mejor en la próxima convocatoria el Mundial dura tres meses...

Pero dejemos el fútbol y hablemos de cosas serias. El derby de este año unía a los atractivos habituales de la gran carrera un interés añadido: en él iban a competir por primera vez desde hacía más de 70 años el ganador de las Dos Mil Guineas y la ganadora de las Mil Guineas. Ambas pruebas se corren en Newmarket la primera semana de mayo, en días sucesivos, sobre la distancia de una milla (1.600 metros) en línea recta, la primera reservada a los potros de tres años y la segunda para las potrancas de la misma edad, a pesos iguales: inician la temporada clásica, que culmina en el derby y tiene su colofón en septiembre con el St. Leger. Hípicamente hablando, el mundo se creó en Newmarket. En aquellas praderas suavemente onduladas nació el deporte de los reyes, allí se codificó por primera vez un reglamento para el turf, en ese bendito pueblo aún están los mejores establos y todo gira en torno al purasangre, como en Lourdes alrededor de la Virgen milagrosa. El hipódromo en sí es casi campo abierto y, como otras palestras inglesas, guarda cierto aire casual, no parece más que en sus metros finales una pista propiamente hablando. No es tanto un estadio como un lugar de ejercicio en el que de pronto un caballero le dijo a otro: "¡Venga, a ver quién llega antes hasta aquel poste!". El juego comenzó hace más de tres siglos, con los Estuardo. La milla en la que se corren las Guineas se conoce hoy como Rowley Mile, en honor de CarlosII -quizá el primer y último monarca que ganó una carrera de caballos seria-, a quien apodaban Old Rowley porque Rowley fue su caballo favorito. En aquellos felices tiempos eran los buenos corceles quienes ponían su nombre a los reyes y no al revés...

Ya que de reyes estamos hablando, el ganador de las Dos Mil Guineas se ha llamado este año King of Kings. Francamente, bautizar así a un caballo es tentar a la suerte. Si sale un penco, el ridículo onomástico puede ser de los que hacen época. Afortunadamente King of Kings dio desde sus primeras carreras a dos años pruebas de excelencia, hasta que a finales de temporada una lesión lo separó de las pistas. Le operaron satisfactoriamente de menisco -¡como a cualquier futbolista!- y en su primera carrera con tres años ganó las Dos Mil Guineas. Supongo que el responsable de su ambicioso nombre respiró aliviado... La ganadora de las Mil Guineas (lamento la discriminación sexual que encierra la denominación de la prueba, aunque la dotación actual de ambas carreras nada tenga que ver ya con aquellas venerables cifras) se llama más modestamente Cape Verdi, que suena aproximadamente a turismo charter. Pero su tiempo en el recorrido fue aún mejor que el de King of Kings, por lo que su propietario -el principal de los jeques petrolíferos que se han adueñado del turf europeo- decidió correrla en el derby (¡ella sola contra 14 machos!) en lugar de dirigirla hacia el Oaks, la prueba para yeguas que se corre también en Epsom el día anterior. Hacía 72 años que no se veía cosa semejante...

Sin embargo, el derby planteaba el mismo problema tanto al rey como a la reina de las Guineas: su distancia, que no es de una milla sino de milla y media, es decir, 800 metros más larga que las clásicas de Newmarket. Enorme diferencia. Uno (o una) puede ser arrollador en una milla y pedir agua 100 metros más allá, lo mismo que hay escritores insuperables en la viñeta, pero que fracasan a las 100 páginas. En tales trances (me refiero a los hípicos, no a los literarios) el jockey es muy importante, porque es quien debe regular y maximizar las fuerzas del caballo sobre una distancia que conoce él pero el caballo no. Los grandes jinetes que han participado en el derby forman una saga especial, desde aquel Samuel Chifney que encandiló a los aficionados a finales del siglo XVIII, autor de unas orgullosas memorias con un título que apreciará Cabrera Infante (Genio genuino) y que acabó miserablemente en un asilo tras haber sido acusado falsamente de amañar una carrera. En este derby a King of Kings lo montó Pat Eddery, excelente veterano irlandés, pero de Cape Verdi se encargó Lanfranco Dettori, uno de los dos astros supremos de la fusta hoy en Europa, hijo de una trapecista y del

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mejor jinete italiano de la pasada generación.

¿El rey, la reina, Eddery, Dettori? Ninguno de ellos. King of Kings acabó último y cojo la prueba, tras la cual fue retirado de las pistas al habérsele reproducido su vieja lesión. Cape Verdi tuvo un recorrido poco afortunado, se vio emparedada por dos rivales y terminó oscuramente séptima. Ganó High-Rise, un potro que aún no conocía la derrota y cuya madre es hermana de El País, aquel campeón que ganó tres veces el Gran Premio de Madrid. Por cierto, ¿se acuerda alguien de que una vez hubo un Gran Premio de Madrid y un hipódromo llamado La Zarzuela, cerrado desde hace dos años y secuestrado, por el cual piden ahora 500 millones de rescate? Pero ésta es otra historia, mucho más triste. A High-Rise lo montó Olivier Peslier, el otro supremo artista actual de la caballería veloz junto con Lanfranco Dettori. Hacía 35 años que un jinete francés no ganaba el derby, aunque el caballo que montaba en la presente ocasión fuese irlandés, su preparador italiano y su propietario árabe. Da igual, no estamos en el fútbol, aquí las pasiones nacionales están bastante mitigadas entre los espectadores. Y de los caballos, para qué hablar: como ya les tengo dicho, los nobles brutos son muy poco nacionalistas a diferencia de los brutos a secas, que suelen serlo mucho.

Fernando Savater es catedrático de Filosofía de la Universidad Complutense de Madrid

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