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De Sevilla a Barcelona

¿Será pura casualidad que los aires de renovación del socialismo español vengan hoy de la parte de Cataluña? Imprevisibles como son, no es posible aventurar qué pasará con tanto efecto en elle -Borrell, Maragall-, pero una cosa es clara: el rictus de derrota, como de aceptación de un destino insoslayable, ha dejado paso a una expectativa de triunfo socialista en Barcelona y en Madrid, no en lo que tienen de municipios, sino en su calidad de capitales de la Generalitat y del Estado. En menos de dos años, dos dirigentes del PSC, que han avanzado por la vida sin demasiada urdimbre orgánica sosteniendo o atenazando sus pasos, podrían poner punto final a la coalición nacionalista y conservadora que nos gobierna desde 1996.Lo notable del caso es que el sentido de la renovación partidaria que ambos propugnan -de manera más nítida y explícita, Maragall; más presa de las circunstancias, Borrell- va en dirección contraria a la protagonizada por González y Guerra hace un cuarto de siglo. En aquel momento, los sevillanos ocuparon el lugar que por tradición correspondía a Madrid. Pero Madrid era un campo de batalla con navajeros por todas las esquinas; su defección hizo recaer sobre los recién llegados de Sevilla la tarea de edificar un partido capaz de ganar elecciones en el clima de inseguridad e indeterminación propio del cambio de régimen político. El invento -un partido de baja afiliación, altamente centralizado, muy disciplinado, sin corrientes internas, con gran énfasis en valores familistas- fue de trascendencia histórica: en buena medida, la consolidación de la democracia se debe a la existencia de aquel PSOE que en el periodo 1978-1982 fue capaz de resistir entero mientras los demás a su alrededor, del PCE a la UCD, se caían a pedazos.

Ese modelo de partido creado desde Sevilla ha recibido ahora dos fuertes sacudidas de origen catalán. Además de sacar a la luz conflictos soterrados, las elecciones primarias han mostrado que el PSOE -pero lo mismo valdría para cualquier otro partido- tiene como poco un tercio de afiliados menos de lo que cantan sus estadísticas oficiales. La relación entre sus afiliados y sus votantes, que ya era de las más bajas de Europa, ha quedado reducida a poco más de la mitad de lo que se suponía, alrededor de 1por 45. La consecuencia ha sido inmediata y todos claman ahora por el derrumbe de barreras, la salida a la calle para buscar simpatizantes, inscribirlos en censos e incorporarlos a los más delicados procesos de toma de decisión. Atribuciones que hasta hace tres meses se consideraban exclusivas de las cúpulas dirigentes están a punto de saltar desde las bases a esa nueva instancia del impreciso perfil que llaman simpatizante. ¡Ah, si González levantara la cabeza!

Sin el estímulo de las primarias, esa misma ampliación de fronteras es la bandera enarbolada por Maragall cuando propugna "partidos más anchos, más confortables, más divertidos". Nadie sabe muy bien qué mercancía se ha traído de Roma este audaz empresario de la política, pero, sea la que fuere, quiere venderla a "la gente sin partido", sin importarle demasiado la ubicación de la "marca". La naturaleza de su nueva filosofía política está todavía por ver, pero un imaginativo y hasta el momento en exceso metafórico Maragall asegura que la empresa "será divertida". El capital no es sólo su figura, ni el espejo en que su figura se mira -Barcelona-, ni el partido cuyas siglas aún no sabe si servirán para empaquetar la oferta, sino un olivar que no conoce fronteras.

En cualquier caso, ni el PSOE como resultado de las primarias ni el PSC con su mano tendida a los 32 rumbos de la rosa de los vientos serán en adelante lo que fueron hasta ayer mismo. Y mientras los nuevos aires que soplan de Barcelona convierten a Sevilla en historia, qué viejo, qué gastado, qué zafio todo lo ocurrido en Madrid desde la noche de un pacto incomprensible hasta la irritada pataleta por una derrota inesperada. Madrid, otra vez ausente.

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