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Diligentes como abejas

Después de las inteligentes declaraciones del señor Such, consejero de Industria, en el sentido de que el Partido Popular tiene muchos amigos, para remachar con la sentencia de que todos los empresarios de nuestra comunidad son amigos de ese partido que todavía nos gobierna, está claro que los reproches de amiguismo que algunos aventuran contra ciertas prácticas de los mandamases políticos carecen de toda pertinencia. Ahora sabemos, gracias al señor Such y a sus amigos, que el problema real de nuestro gobierno, bastante peliagudo sin duda, no consiste tanto en buscar los amigos que habrán de beneficiarse de sus decisiones institucionales como en la más engorrosa tarea de seleccionar de entre esa muchedumbre de amistades a un reducido número de elegidos sin que se embronquen por ello los que habrán de ser desestimados. No obstante, y como bien decía Carlos Marx, que no era empresario pero vivía a expensas de un amigo que sí lo era, la humanidad no se plantea ningún problema que no pueda resolver, de modo que -sin confundir al señor Such con Marx ni, mucho menos, con el conjunto de la humanidad- las tribulaciones de nuestro consejero de Industria y de sus numerosos amigos podrían resolverse con facilidad mediante el expediente de hacer extensivo a nuestros empresarios esa estimulante modalidad de contrato laboral que consiste en prestar sus servicios a tiempo parcial, o bien dándoles ocasión de cumplir sus ansias de servir a la ciudadanía mediante prestaciones de seis meses, lo que contribuiría notablemente a afianzar un turno rotatorio de alto standing en el que antes o después todo empresario -y por ello, amigo- habría de encontrar su preciada aunque breve oportunidad de abeja reina en el meloso panal de la nómina sustanciosa por cuenta del zángano contribuyente. Por lo demás, el señor Such, quién sabe si asesorado por uno de esos socialistas emboscados que según sus amigos pululan por la Administración, considera que si hay errores en su gestión, ahí están los tribunales de justicia para detectarlos, juzgarlos y condenarlos si es preciso, y entonces y sólo entonces tanto el consejero como sus amigos se atendrían a las consecuencias. Es un argumento de peso, sin duda, que empieza por la intención ralentizadora de judicializar las decisiones de gobierno de carácter dudoso para terminar politizando las resoluciones judiciales cuando resultan contrarias a los designios propios, en un tedioso juego de birlibirloque que apenas enmascara su torticero propósito de ganar tiempo. Es posible que incluso el señor Such y algunos de sus amigos, empresarios o no, gobernantes o interesados comparsas de postín, puedan comprender que no es de caballeros adoptar decisiones de dudosa legitimidad democrática para cargar a los tribunales con la tarea añadida de resolver acerca de su legalidad, en una especie de ejercicio de perversión infantil que confía en que la sisa en la hucha familiar sólo será castigada caso de ser descubierta y cuando del bollycao ya no queden ni los restos. También en política, y especialmente en la empresarial, debe estar claro ese límite de apariencia ingenua entre lo que se puede y lo que no se puede hacer. Eso por no considerar que hay favores envenenados que jamás deben hacerse ni al mejor de los amigos.

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