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La Praga de Franz Kafka

La obra literaria de Franz Kafka es impresionante, pero menos que la monumental ciudad de Praga donde vino al mundo en 1883 este checo genial. Esta bellísima metrópoli se halla repleta de palacios, tres excelentes teatros de ópera y diversas salas de conciertos. No ha de sorprendernos que sus habitantes aún estimen la música con gran entusiasmo, por algo se trata de la única ciudad que supo apreciar el mérito de las sinfonías de Mozart. Además de la música, el encanto de esa villa no tiene, a mi parecer, parangón posible: el puente de San Carlos se encuentra repleto de una belleza arquitectónica envidiable, con espléndidas vistas hacia ambas partes de la urbe divididas por el río Vltava y, generalmente, con un ambiente tal que cualquier persona algo sensible se siente motivada a subir a la parte del castillo, ubicado cerca de la casa en la cual residió Kafka. En dirección contraria, está ubicada la indescriptible plaza del Ayuntamiento, donde cada hora gran multitud de viandantes se maravillan observando cómo da las horas su famosísimo reloj. Por otro lado, son de sobra conocidos dos hechos históricos acaecidos en Praga: la primera defenestración (1419) y la segunda (1618); aunque creo que en vez de tirar a los contrincantes por las ventanas podían haber admirado con tolerancia -unos y otros, protestantes y católicos- el esplendor urbano que se divisa desde gran parte de sus ventanas, terrazas y azoteas. De Kafka, este original y profundo escritor, se ha de reconocer que no se trata de un autor superficial, como los de uso común de finales del siglo XX, sino de uno de los más grandes narradores universales. De ascendencia hebrea como tantos otros genios de esa raza tan injustamente perseguida, recibió la influencia de los filósofos Schopenhauer, Kierkegaard y Franz Brentano, creando una visión acerca de la existencia humana tan lúgubre como realista; pues el mundo de su obra onírica representa sus peculiares experiencias por esta tierra del mal. Si no fuera porque falleció en 1924 en Viena, a más de uno nos encantaría platicar con él por el puente de San Carlos. Y en ese entorno tan especial y mágico, si yo fuese el afortunado le preguntaría por algunas de sus obsesiones: su problema ante la incomunicación con Dios, la soledad del hombre ante el silencio de la divinidad y el castigo de saberse culpable, mas sin conocer la culpa o delito cometido. Como esa tertulia no puede materializarse, he aquí el monólogo -de este humilde lector de Kafka que suscribe- que a él principalmente yo le dirigiría: no obtendrás jamás respuesta a tu pregunta dado que ese camino resulta impracticable; ¿por qué te empeñas en recibir respuesta de Dios, cuando al quererlo ya te autoengañas? ¿O acaso no te traicionas a tí mismo al preguntar por preguntar, sabedor de la irrealidad o inexistencia del Creador del Edén o de cualquier otro paraíso terrenal o celestial? Acerca de la soledad o el aislamiento, no parece que en ese aspecto radique el problema; ya que, ¿no se encuentra más perdido aquél que nunca está solo porque pervive de una manera superflua o vive como un pelagatos inscrito en las fruslerías de la superficialidad? ¿Por qué -le agregaría- hemos de ataviarnos con ropajes hipócritas si hemos sido arrojados a la vida desnudos y destinados a la cruel metamorfosis aniquiladora de pasar del ser a la nada? En lo referente a la culpabilidad, no acepto tal fatalidad determinista y existencial; puesto que nadie me ha pedido permiso para nacer, no me reconoceré jamás culpable del azar o capricho del ente alocado o naturaleza veleidosa que nos gobierna. Igualmente le sugeriría que pocos seres humanos somos capaces de no autoengañarnos, por ello el negocio de la fe religiosa marcha con tan buenos resultados o superávits económicos. Por desgracia, en otro orden de cosas, los utópicos pedagogos de la LOGSE no entienden por qué dijiste "¡basta de psicología!". En fin, ni puedo ser aleccionado con la réplica magistral de Franz Kafka ni pienso que haya otra solución existencial que tratar de vivir con plenitud el ser hasta que la nada nos lo permita. Raimundo Montero es profesor de Filosofía.

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