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Los zapatos de Alberto

DÍAS EXTRAÑOSRAMÓN DE ESPAÑA Todo viajero es capaz de resumir una ciudad en una frase o un concepto. En el caso de Madrid, es difícil superar la descripción de Cela según la cual nos hallamos ante una mezcla de Navalcarnero y Kansas City, así que nuestro Nobel tragaldabas nos obliga a refugiarnos en el mundo del recuerdo y de la sensación. De esta manera, cada vez que pienso en Madrid me veo atrapado en un atasco colosal a medio camino entre la Puerta de Alcalá y la Puerta del Sol, sometido a los comentarios asesinos de un taxista envenenado por las tertulias de la COPE. En una reciente visita a la capital, he vuelto a comprobar que te amarga el día una manifestación ante el Ministerio del Interior, te joroba la caravana de algún alto dignatario extranjero, te impide caminar la cola de ciudadanos que intentan sacar entradas para La venganza de don Mendo o te haces un esguince al caer en las innumerables zanjas que el señor Álvarez del Manzano, a menudo cubierto por una capa española de la prestigiosa casa Seseña, ha repartido estratégicamente por todos y cada uno de los barrios de la urbe. Uno intenta sobrellevar todo esto con resignación mientras hace lo que ha ido a hacer a Madrid (o sea: poner el cazo para uno u otro asunto). Concluida la jornada y por aquello de que donde fueres, haz lo que vieres, rememoras alguna noche agradable en el extinto Rockola y peinas unos cuantos bares. Aparte de la infanta Cristina, sentada a una mesa del Cock con la actriz Anabel Alonso, no encuentras a nadie conocido. Y te preguntas qué ha sido de toda aquella gente que formó parte de la llamada movida madrileña. Para recabar información llamas a algún amigo catalán instalado en la capital, en mi caso Jaume Sisa, alias Ricardo Solfa, alias El Viajante. Y sentado en un restaurante en el que jamás pensaste verte (el del Casino Militar, donde, por cierto, se come muy bien y a un precio muy razonable), confirmas lo que te temías: que la resaca de la modernez socialista aún dura, que nada se sabe de un montón de gente y que la diversión, si la hubo, se acabó hace tiempo, se deslizó por una de las zanjas del señor alcalde y nadie la ha vuelto a ver. Afortunadamente, de regreso a Barcelona, uno tiene la oportunidad (hasta el próximo día 16) de recordar aquella época amena y tontorrona de Madrid. La exposición de Alberto García Alix en la galería H20 ejerce de magdalena de Proust para aquellos barceloneses que hace más de diez años cayeron en un momento u otro por Madrid en busca de un poco de alegría, aunque fuera falsa y achacable a la inconsciencia y la politoxicomanía. Es una magdalena elíptica, ciertamente, pues en las fotos de Alberto sólo hay pies y zapatos, y no retratos de gente perdida zanja abajo. Si no conoces a Alberto, esto no es más que una colección de excelentes imágenes. Pero si aún te acuerdas de ese curioso personaje de voz cazallosa, con tatuajes y chupa de cuero, que atravesaba Madrid en una Harley Davidson que no paraba de estropearse, no es difícil realizar un pequeño y agradable viaje por el túnel del tiempo. Si me refiero a él como un personaje es porque, consciente o inconscientemente, Alberto se había inventado a sí mismo. Perteneciente a una buena familia de Madrid, hijo de un catedrático, sus tendencias pijoapartescas le llevaron a convertirse en una especie de quinqui intelectual: si no le conocías, daba auténtico miedo. El hombre se había fabricado un mundo particular en el que los guitarristas de rock y los legionarios de Pierre MacOrlan iban al mismo bar, o en el que Lou Reed podía hablar de tú a tú con Ramón Gómez de la Serna. Cronista de una época que ya no existe, Alberto es ahora un excelente fotógrafo que saca, cuando puede, un nuevo número de su revista El Canto de la Tripulación, extraña amalgama de cosas, personas y tendencias que no tiene nada que ver con el resto de las publicaciones españolas. Aunque hace años que no le veo, revistas y exposiciones mantienen mínimamente viva nuestra esporádica relación. Y si no le conocen, tampoco pasa nada: las fotos expuestas en la galería H20 hablan por sí mismas.

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