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EL PERSONAJE Carlos Cano, los ecos de la utopía

H ace treinta años no estaban en esta tierra las cosas como para ponerse a ver si era verdad que había una playa bajo los adoquines. Actividades tan inocentes como la de leer en voz alta un poema de León Felipe eran tan arriesgadas y emocionantes que podían hacerte sentir todo un hacedor de la Historia. Eran tiempos tan raros que los obispos dedicaban una parte de sus emisiones de radio a la poesía en vez de encomendarlas al navajeo dialéctico. Desde Granada, la COPE hacía un programa llamado Poesía 70 que llegó a ser bastante popular y hasta ganó un premio Ondas. Aquello era bastante más que un programa de radio: con toda la candidez propia de la época, era más bien un proyecto de agitación cultural que trató incluso de editar una ambiciosa revista literaria. Eran los tiempos del mítico Manifiesto Canción del Sur. Por allí andaban, entre otros, Juan de Loxa, Antonio Mata y Carlos Cano, que por entonces no soñaba con cantar, sino con ser poeta. Miren si eran raros aquellos tiempos que mientras Carlos Cano quería ser poeta, los hoy escritores Justo Navarro y José Carlos Rosales formaban un dúo musical del que se guardan unánimes recuerdos. Cuando se interroga a algún testigo de sus recitales, todos alaban las excelencias de Navarro y Rosales como literatos y dan fe de lo mucho que se beneficiaron simultáneamente la música y las letras cuando ambos optaron por su vocación definitiva. Inmediatamente antes, en la segunda mitad de los sesenta, Carlos Cano se lanza a su primera gira europea, y lo hace como emigrante: pasa por Francia, Suiza y Alemania dedicándose a tareas tan diferentes como la de artesano fabricante de farolillos para féretros, impresor o marinero. En París, conoce a Lluis Llach y Enrique Morente. Ya de vuelta de Europa, andaba de albañil en Barcelona cuando escribe su primera canción: Miseria. Según ha contado muchas veces Carlos Cano, su entrega a la canción se produce casi sin darse cuenta, encadenando un recital tras otro después de que unos amigos le animaran a subir con su guitarra al escenario de la Casa de las Américas de Granada. Así, casi sin querer, en 1975 graba su primer disco, A duras penas, que contiene La Verdiblanca, una canción que se convierte en un símbolo. Carlos Cano pasa a ser una especie de estandarte del andalucismo. Siempre con la coartada nacionalista, se inspira primero en músicas arábigo-andaluzas y luego en ritmos caribeños. Nace así el Carlos Cano mestizo. La llegada de los socialistas al poder y la muda de la pana por la bella arruga desencanta a Carlos Cano, que ve cómo la utopía se aleja y descubre que las maneras del poder son prácticamente idénticas al margen de que sea la derecha o la izquierda quienes lo ostenten. Carlos Cano deja de ser un símbolo y se convierte en un cantante más libre. Su mestizaje ya no obedece a apriorismos y picotea de aquí y de allá: del tango, de la copla, del fado, de la canción francesa... Carlos Cano es un artista honesto que huye de la autoimitación, que es algo que suele dar buenos resultados comerciales. Incluso, llega a negarse a cantar en público alguna canción de éxito seguro, como La Verdiblanca, porque considera inoportuno seguir con ella cuando se ha dejado de creer en la utopía de la que hablaba. En un país que parecía avergonzado de su pasado y en el que no sólo la derecha trata de maquillar su biografía, sino en el que también la izquierda fantasea con sus recuerdos y parece que no hay nadie que no pasara por las barricadas del mayo de París o por las utopías lisérgicas del florido Berkeley, Carlos Cano, insistentemente, se declara más heredero de la copla que de Bob Dylan, del pasodoble que del rock. Y actúa en consecuencia. En la defensa de sus puntos de vista, Carlos Cano pone tal vehemencia que en los autosatisfechos finales de los ochenta y principios de los noventa es considerado políticamente incorrecto. Pero él sigue a lo suyo, que no es otra cosa que hacer cada disco diferente del anterior, sin recrearse en los registros que podrían garantizarle el éxito y buscando siempre otros nuevos. Para gozar de más libertad, se termina convirtiendo en productor de sus propios trabajos. Hace tres años, está a punto de morir por un desgarro de aorta. Vuelve a la vida con muchas ganas de trabajar y transformado. Los que lo conocen lo encuentran más calmado, menos vehemente. Dice que le ha salvado de la muerte el cariño de la gente que le quiere y vuelve a recuperar a viejos amigos de los que se había distanciado. Nacen las Habaneras de Nuevas York, en homenaje a una ciudad por la que nunca antes había sentido curiosidad y en la que han logrado hacerle volver a la vida. Esta primavera, Carlos Cano ha conseguido un viejo sueño: poner música al Diván del Tamarit de García Lorca. Ha puesto todos los medios para un trabajo comercialmente muy arriesgado y se ha rodeado de amigos y de sonidos que ama: las risas de sus hijos, el tañido de las campanas de la Torre de la Vela, un torrente de agua en Sierra Nevada, las olas del Mediterráneo, los ladridos de su perra, el vuelo de unas palomas, un "olé" dicho por Curro Romero... Quizá sea que a falta de utopías sólo nos quede el consuelo de disfrutar de sus ecos.

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