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En plena resacaJOAN B. CULLA I CLARÀ

Cuando, 48 horas antes de su espectacular victoria, un Josep Borrell literalmente sumergido entre sus simpatizantes mitineaba sobre la pista del barcelonés Frontón Colón -la escena tenía aires de estampa bolchevique, un remake de Lenin en la estación de Finlandia o cosa parecida...- algunos entusiastas agitaron carteles con la leyenda "vuelve la ilusión". En un gesto de genuina catalanidad, esos borrellistas aprovechaban materiales sobrantes de la campaña electoral del PSC para las autonómicas de noviembre de 1995, aquélla que encabezó Joaquim Nadal, y este talante ahorrativo les exculpa de la imprecisión; porque lo que volvía -lo que ha vuelto, y ha transportado al noi de La Pobla hasta lo más alto- no era tanto la ilusión como el orgullo. Desde hace al menos cuatro años -la fuga de Roldán se produjo justamente en abril de 1994-, la militancia socialista había soportado, mucho más que los dirigentes, un auténtico vía crucis moral de escándalos rocambolescos, de vergüenza colectiva -recuérdese el significativo fenómeno del voto oculto en los comicios de 1995 y 1996-, de derrotas electorales y, después, una enervante sensación de impotencia opositora bajo el lastre de los errores pasados. Impotencia que no remitió ni siquiera con la retirada de Felipe González, pues el estricto continuismo, la rigurosa ortodoxia del sucesor designado impedía a éste desmarcarse de la herencia recibida, hacer borrón y cuenta nueva. Y he aquí que, ante estas decenas de miles de socialistas hartos de tener que disculparse, cansados de que les machaquen con filesas y gales, apareció Borrell. Borrell, ex secretario de Estado y ex ministro con González, pero en quien las facetas oscuras de esa etapa parecen no haber hecho mella, como el rayo de luz atraviesa el cristal sin romperlo ni mancharlo. Borrell, tan seguro de sí mismo y tan desacomplejado, que se le adivina capaz no sólo de derrotar a Aznar, sino incluso de jubilar a Felipe y a su tediosa cantilena de conspiraciones, orientada permanentemente hacia el pasado. Votando por Borrell, una gran parte de las bases socialistas, en todas las federaciones, han querido recuperar la autoestima, reverdecer el orgullo partidario: basta de lamerse las heridas, y ¡a por ellos! Siendo éste -a mi modo de ver- el principal factor de la sorpresa del 24 de abril, no hay que olvidar otros elementos, y entre ellos la venganza póstuma del guerrismo. Ciertamente, Borrell no ha sido, en términos biográficos, un hombre de Guerra, aunque su imagen de izquierdismo y su agresividad verbal evocan al antiguo vicepresidente. Sin embargo, ante unas primarias en las que partía como perdedor y debía enfrentarse al aparato, el diputado leridano procuró conectar con el sustrato guerrista persistente en buena parte de los afiliados, ese que proclama al PSOE "el partido de los pobres"; se dejó publicitar como "el hijo del panadero" al modo que Alfonso Guerra elogiaba a "Juanito, el hijo del albañil" en alusión a Juan Barranco; y, según apuntan los resultados en Extremadura o Galicia, las declaraciones de Carlos Sanjuán y otros indicios, se ha beneficiado del apoyo de quienes, votando a Borrell, ajustaban también cuentas con los felipistas-renovadores que les excluyeron del poder orgánico. En todo caso, y a la espera de análisis más exhaustivos sobre este terremoto primaveral en el socialismo español, es oportuno reflexionar ya sobre sus significados para el socialismo catalán. Porque sería muy ingenuo atribuir el apabullante resultado de las primarias dentro del PSC sólo o principalmente a un paisanaje que Josep / José / Pepe Borrell ha ejercido poco y que la cúpula histórica del partido le ha regateado bastante. Si el triunfo de Borrell en Cataluña por un tanteo porcentual de 83 a 17 refleja el sentir espontáneo, libre y secreto de los militantes -lo que parece fuera de duda-, y si, más allá de los latiguillos de campaña, constatamos el talante jacobino, estatalista, receloso ante las demandas autonómicas, sean de Pujol o de Bono, que Borrell ha mostrado siempre en el discurso y en la gestión, entonces es razonable preguntarse dónde está el PSC orgullosamente nacional, catalanista, partidario de la capacidad normativa de la Generalitat sobre el IRPF, etcétera. ¿Sólo en algunos despachos de la planta noble de la calle de Nicaragua? ¿Y cómo explicar que los socialistas de Girona, los que dieron la batalla por la GI en las matrículas, los que todavía reivindican para el PSC un grupo parlamentario propio en Madrid, hayan otorgado a Borrell el 72,5% de los votos? A Borrell, quien como ministro llenó los ejes viarios de su demarcación y de las otras con esos altivos carteles heráldicos que proclaman: "Red de carreteras del Estado. Nacional II". La magnitud de la victoria borrelliana dibuja serias incógnitas sobre la identidad ideológico-política, sobre cuál es el alma del PSC. Y, aunque no altere de momento el organigrama -el vencedor va a hallarse demasiado ocupado en Madrid-, proyecta también grandes dudas acerca de sus más caras esperanzas de futuro. Para decirlo en términos geométricos: mientras la hipótesis Maragall se basa en la más amplia transversalidad, el fenómeno Borrell representa la más estricta verticalidad. Mientras los nebulosos proyectos del ex-alcalde tienden a buscar complicidades múltiples allende el PSC, en otras siglas y entre los independientes, el escrutinio del pasado día 24 ha sido la apoteosis del patriotismo de partido, del "nosotros somos nosotros" que puso a los capitanes en zafarrancho de combate a favor de Borrell. Mientras éste parece haber galvanizado a quienes conciben el cambio en Cataluña como un giro de 180 grados, como una tajante ruptura política y cultural, el professore cultiva la "sociovergencia", tira los tejos a ciertos independentistas y afirma que "la alianza del centro liberal y la izquierda catalanista es aquí de todo punto necesaria" (Papers de la Fundació Rafael Campalans, nº 103, 1998). ¿Podría Narcís mangiatutto Serra gestionar todas estas contradicciones sin que le estallen en las manos?

Joan B. Culla i Clarà es historiador.

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