No llores más por mí

En una fecha tan señalada como el 50 aniversario de tan peculiar club, en medio de homenajes, cenas conmemorativas, audiencias principescas y placas de todo tipo de metales, además de la pertinente y oficial enhorabuena, tengo una palabra más que deciros: Gracias. Gracias de mi parte y creo que también de parte de los Luyk, Brabender, Cabrera, Rullán, Romay, Biriukov y todos aquellos jugadores del Real Madrid que en su momento fueron parodiados, insultados y vilipendiados por la Demencia (hoy extinguida por mucho que se empeñen en disimularlo) bajo la complacencia del resto de la afición estudiantil. Gracias por haber sido coherentes y no haber respetado orígenes, colores de piel, defectos más o menos ostensibles. Gracias también por haber animado una época difícil. Para el Madrid, en muchos meses las únicas emociones domésticas las deparaban el Barça y el Estudiantes. Con los primeros te jugabas la Liga. Con vosotros, la vida. Era duro perder un campeonato, pero salir del Magariños con la cabeza baja, aquello era demasiado.
Gracias porque con vuestros cánticos burlescos nos hacíais importantes. Puedo asegurar que los ignorados por tan ilustre afición morían de celos. Y es que no hay mayor desprecio que no hacer aprecio. Para un jugador del Madrid, el momento más tenso de un partido ante el Estudiantes se desarrollaba media hora antes de su inicio, tiempo elegido por los dementes para pasar revista. Primero los favoritos tipo Cabrera, luego los clásicos para seguir con alguna novedad preparada para la ocasión y acabar con un apartado espe- cial para los traidores que habían cometido el imperdonable pecado de cambiar de acera.
Durante varios años asistí al escarnio público de mis compañeros más veteranos y confieso que llegué a perder la esperanza. Hasta que por fín, un dia ocurrió. Empezó con una música muy del Oeste a la que no presté especial atencion. De repente, escuché mi nombre: «... Iturriaga la llamé, Iturriaga no llores más por mí...» Tuve que disimular y contener mi emoción. Quería gritar, subirme a la grada para fundirme en un abrazo de agradecimiento, aunque me corté porque quizás mi gesto no hubiese sido comprendido. Pero no era para menos. Había abandonado el anonimato. Hicísteis un juego de palabras: mi apellido y una «braga», pero por fín era alguien importante. Gracias por siempre, aunque ya no haga falta que lloréis más por mí.
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