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POLÉMICA CULTURAL "Carmen" en Barcelona

Agustín Ruiz Robledo

Entre las lluvias, el frío y las procesiones que han copado la atención de la prensa la pasada Semana Santa, ha pasado casi inadvertida una noticia que ha levantado cierto revuelo en el mundillo cultural andaluz: la Generalitat ha prohibido a La Cuadra representar la ópera Carmen en la plaza de toros de Barcelona porque incluye la lidia y muerte de un toro. La inevitable polémica que esta decisión ha originado causa no poca turbación entre quienes, como es mi caso, no sabemos muy bien de qué lado ponernos o -peor todavía- vamos cambiando de bando según se nos van ocurriendo razones, demostrando una confusión intelectual que sólo puede justificarse con las palabras de Paul Valery: "Señora, yo no soy siempre de mi misma opinión". Por una parte, la prevención contra la arbitrariedad del poder político hace que instintivamente se rechace cualquier prohibición de un acto cultural. Este sentimiento se refuerza con lo establecido en la Constitución, que consagra tanto la libertad de expresión como la de creación cultural (artículo 20.1), así como la obligación de los poderes políticos de conservar y proteger el patrimonio cultural (artículo 48). Pero, por otra parte, estos mandatos constitucionales no pueden ser un manto para recubrir cualquier desaguisado contra los animales, ante el que el poder democrático deba permanecer impasible; todavía recuerdo con espanto una perfomance del Festival Internacional de Teatro de Granada de hace cinco o seis años que consistía en cortarle el cuello a unos gallos colgados de una cuerda. Si incluso el reciente Tratado de Amsterdam se preocupa por el bienestar de los animales, no parece mala idea prohibir un acto en el que se mata un toro, al fin y al cabo casi un vestigio de la España negra. En este asunto, Cataluña ha demostrado una vez más que es la avanzadilla de la España moderna y desde 1988 goza de una ley de protección de animales y plantas que ha sido imitada por muchas comunidades, entre las que de momento no se encuentra Andalucía. La Dirección de Juegos y Espectáculos de la Generalitat ha confeccionado un silogismo perfecto en la aplicación de esa Ley catalana 3/1998: a) su artículo 4 prohíbe los espectáculos en los que se maltrate a los animales, salvo las corridas de toro; b) en Carmen, que no es una corrida sino una "opera andaluza de cornetas y tambores", se mata un toro; c) colorario: Carmen debe ser prohibida. Sin embargo, este razonamiento debe ser erróneo en algún punto porque lleva al absurdo (dicho en puros términos jurídicos: ad absurdum nemo tenetur) de admitir que en la plaza de toros de Barcelona se pueden lidiar seis toros seguidos, pero esté prohibido hacer lo propio con uno sólo. Salvador Távora ha notado inteligentemente esta contradicción, pero ha propuesto una línea de defensa que probablemente no sea la más adecuada, porque no se puede ir muy lejos, jurídicamente hablando, con el argumento de que la legislación catalana no es aplicable a Carmen. El principio de territorialidad del Derecho obliga a considerar que si esta ópera se quiere representar en Barcelona tiene que someterse a la legislación catalana, por mucho que se niegue que sea una "representación teatral al uso". Me parece que la solución a nuestro absurdo puede encontrarse dentro del propio derecho catalán y con la ayuda del Gog de Giovanni Papini, que imaginaba un teatro en el que todo lo que se representara sucediera realmente en el escenario: evidentemente Carmen no es una corrida de toros, pero dentro de esta ópera se celebra una corrida de verdad, que a tenor del artículo 4 de la Ley catalana 3/1998 no se podrá prohibir si -como señala Távora- cumple todos los requisitos que la legislación taurina exige para la lidia, empezando por representarse en un coso apropiado. Carece de toda lógica interpretar que la ley catalana autoriza las corridas de toros pero las prohíbe cuando se insertan en el marco de una representación teatral. Si la razón jurídica me lleva, después de muchas idas y venidas, a considerar errónea la decisión de la Generalitat, el gusto personal me refuerza todavía más esa conclusión. Tuve la oportunidad de ver Carmen en el Palacio de Congresos de Granada el año pasado y me pareció que la original adaptación de la obra de Bizet ganaría mucho representándose al aire libre. En un espacio escénico tradicional el estruendo de la banda de cornetas y tambores puede hacer añorar la música más calmada de la orquesta clásica.

Agustín Ruiz Robledo es profesor titular de Derecho Constitucional de la Universidad de Granada.

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