El invitado
De vez en cuando nos llegan huéspedes exóticos, parientes que la distancia disimulaba, en inocente olvido; primos, sobrinos segundos que anuncian, alborozados, la buena nueva de su arribo al lugar donde vivimos. Forman parte de esa porción del corazón familiar que se fue a México, a Cuba, a Perú, a tierras argentinas, al repecho chileno, o los que se instalaron en las tierras del Norte: Estados Unidos, Canadá. Un buen día suena el teléfono -casi nadie se anuncia por carta- y voces que apenas reconocemos irrumpen en nuestra monotonía previniendo la fecha ilusionada del desembarco en Madrid. Si es de suponer el ajetreo en las jornadas previas del viajero, no es menor el nerviosismo y trastorno de los elegidos como anfitriones. Por regla general, se acepta con alegría la posiblidad de un despliegue de nuestra vena hospitalaria. Una buena ocasión para renovar esa habitación de huéspedes donde, con menor ceremonia, podía instalarse cualquier elemento familiar, amigo íntimo y, Muy frecuentemente, de nuestros hijos o descendientes.El americano, solo o acompañado de cónyuge o herederos, suele aparecer en el aeropuerto de Barajas con una o dos horas de retraso, no imputable sino a los vientos que, soplando de cola habitualmente, suelen variar, quizás por caprichos de El Niño, ese fenómeno al que, poco a poco, iremos echando la culpa de cuanto adverso nos suceda. Personalmente achaco a su nefasta influencia que no me toque la lotería, ni la quiniela, ni todos esos denodados esfuerzos que hacemos para alcanzar la prosperidad sin necesidad de meternos en política. Del baúl de los mejores modales hemos extraído la decisión de irles a buscar al aeropuerto en esos curiosos y cómodos autobuses de la Empresa Municipal de Transportes que, utilizando suelo público, pública calzada, paradas callejeras y autorización municipal, rechazan todo tipo de billetaje de abono, aunque realizan funciones de transporte urbano, entre sus diversas paradas. Misterios consistoriales vedados a la masa municipal y espesa de la que formamos parte.
He de hacer un inciso, una aclaración, para que este breve relato sea inteligible para la mayoría de los ciudadanos. Aunque parezca insólito y extravagante, somos muchos los que no disponemos de vehículo propio. O nunca se tuvo, o la edad, la situación económica o la mera ausencia de necesidad desterró de nuestras vidas la posesión del automóvil. A veces pienso que los prósperos fabricantes realizan tan sofisticados anuncios televisivos precisamente en atención a los que ya no tenemos coche, pues ponen en valor algunas cualidades independientes de la capacidad motora, incorporando bellas señoritas, a veces atractivos caballeros, en ambientes de lujo y prepotencia con los que luego soñamos.
Hemos ido a Barajas en autobús a recibir al viajero. No es cuestión de introducirle en la ciudad dentro del autocar colectivo, lo que no encierra el menor problema, pero representa, al menos, otro transbordo de equipajes y un sentimiento de sonrojante racanería. Si algo sobra en Barajas son taxis, algunos tan entregados a este servicio que, cuando depositan al cliente en la ciudad, regresan a las largas colas que esperan nuevos pasajeros. Hecho el recuento de maletas y bultos, supliendo con sonrisas de feliz bienvenida las posibles incomodidades, damos, al fin, en nuestro domicilio.
Ya tenemos al turista en casa. Hemos de contener el impulso de mostrarlo a los vecinos, dar cuenta de ello a otros familiares, amigos y conocidos. Con ilusión, desenvolvemos los presentes que avalan la generosidad del forastero y que la condición humana siempre identifica con el gusto propio. Viene nuestro turno, la exhibición de esplendidez, no siempre acertada. Recomiendo a cuantos pasen por el trance y carezcan de experiencia o memoria de situaciones similares que exploren discretamente el gusto del invitado. Unos callos a la madrileña, una exquisita morcilla de Burgos, pueden dar lugar a resentimientos imprescriptibles. Casi como cuando a nosotros nos ardía la lengua en contacto con el sabroso e incendiario chile ingerido sin previo aviso. Complicado empeño el de la hospitalidad, sobre todo cuando no está clara la fecha de regreso.
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