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La atonía cultural de Europa

Cualquier observador atento al desarrollo cultural de Europa, inmediatamente siente la agobiadora impresión de que nuestro continente se nos aparece como fijado, como solidificado y, por ende, estático, sin dinamismo propio. Europa, contra toda apariencia, culturalmente se muestra paralítica, sin energía espiritual renovadora. Europa es hoy en gran medida un fenómeno pasivo. Parece que sus eficacias persisten en un presente inacabable. Un presente reiterativo desprovisto de vocación transcendental. Todo es inmanente. Sujeto a un devenir siempre igual, aburridamente adivinable. Un presente para el que no hay más salida que el ahora y aquí.De ahí, la monotonía. Adivinamos lo nuevo, o lo que es igual, sospechamos ya de antemano que en el fondo no puede aparecer nada nuevo, radicalmente nuevo. La poesía, la literatura en general, la música, la pintura, la arquitectura se nos muestran una y otra vez con un rostro ya conocido. ¿Falta quizá energía creadora? No lo creo, la nuestra es una época quieta, sin pulso de vida palpitante. Sin embargo, nunca, en ninguna otra fase histórica, ocurrió tal inercia.

Evidentemente hay espíritus que intuyeron lo que ese pasmo encierra de oculto. Recordemos, si no, el neologismo de Joyce en el Finnegans Wake, para caracterizar el tiempo, "Time: the pressant". El ahora, el presente es, a la vez, lo que presiona. Es decir, lo que empuja hacia adelante. Pero ese empuje es lo que echamos en falta. Europa yace sumergida en su ahora inhibidor. Y niega -u olvida- la pulsión frente a lo que no es el instante perecedero. Lo que nuestro presente tiene de movilizador, de propulsor.

Debo añadir que ideas no faltan. Lo que está ausente es la capacidad creadora, la energía innovadora. El mismo Joyce años antes de la creación de aquel neologismo -neologismo que es una mínima muestra del esencial e indescifrable laberinto léxico del irlandés antes, digo, de esa suscitación ya había dejado constancia en el Ulises de ese fluir, de ese extraño manar del tiempo en una frase que a mí me parece de gran valor premonitorio. Stephen Dedalus -en rigor, el propio novelista- afirmaba esto tan lúcido: "Aférrate al ahora, al aquí, a través del cual todo el futuro se sumerge en el pasado". He aquí bien expresa y formalizada la doctrina heideggeriana de los tres éxtasis de la temporalidad. En las finísimas y aleccionadoras notas de Eduardo Chamorro a la espléndida traducción del Ulises de Salas Subirat se ponen en relación con un párrafo de san Agustín que en cierto sentido se adelantó a la intuición de Joyce. Se trata, pues, de un proceso histórico y lábil que, al tiempo, da lugar a otra cosa. Esa otra cosa tiene un nombre caro a cualquier eu ropeo. Se llama evocación. No cabe duda que en la rememoración del pasado nutre sus capacidades creativas Europa. Por eso recordar posee entrañas dinámicas. No nos encontramos, por consiguiente, instalados en la nostalgia. Nada de eso. En virtud de una misteriosa vuelta atrás, que en el fondo no es ciertamente una regresión, el tiempo ya fenecido posee una reserva grande de potencialidad creadora. Lo difícil, lo arduo es acertar con esa veta, con esa fuente de existenciales vitalidades. Se trata, por tanto, de hacer, de conseguir que la vida estando en el tiempo dure más que él. Ése es el vector presionante de todo presente concebido como actualidad. De la que es menester huir atándose paradójicamente a su imperio. La actualidad nos liga y ciertamente nos comprime. Y no se diga que la abdicación de lo transcendente es un derivado de la situación de universal crisis en la que andamos sumergidos. Todo lo contrario. Justamente en los periodos de crisis es cuando brotan todas las energías originales, todas las creaciones valiosas del espíritu. El espíritu se defiende siempre merced a su taumatúrgico poder de evasión de todo lo estéril y fugitivo. Y nada más lábil que lo actual, como lo aludido.

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En las vísceras del presente late y pide virtud de permanencia lo destinado a perecer. Es preciso por tanto llevar a cabo una tarea nada cómoda de autopsia, de inclemente autopsia. Entonces daremos con las lesiones que sorprendentemente condicionaron la agonía de lo comunal. La agonía de la cultura, de cualquier cultura. Caeremos en la cuenta de que los síntomas de la letal enfermedad estaban bien a la vista: adoración del dinero, exaltación de la vanidad, afán de homenajes y culto desmesurado a lo arbitrario, a llamar la atención sea como sea, desprecio por los valores supremos de la abnegación, de la generosidad, del altruismo, desdén por los ideales, falta de autenticidad, etcétera. Todo ello determina un bajón de lo que es original. ¿Por qué? Pues sencillamente porque al socaire de esos fallos va minándose, va socavándose la verdad profunda, la verdad que yace situada más allá de cualquier adulteración. En suma, la verdad con fuerza liberadora que está desvaneciéndose en el olvido del suceder histórico. Y esto condiciona otra falta asimismo grave: la ceguera para poder apresar en su difuso contenido las realidades contradictorias. Andamos a la deriva. Somos, más que nunca, el bateau ivre y así nos va. Vemos pero no miramos. Ver consiste, en última instancia, en admitir la realidad ambiente de una manera difusa, y apenas perfilada. Mirar es apropiarse del mundo y de sus criaturas a favor de una operación de caza, de una acción venatoria en la que siempre se cobra pieza. No en balde se dice en tales tesituras que es menester aguzar la mirada, esto es, afilar su punta para que pueda penetrar en la intimidad casi constantemente disimulada de lo que se observa. Mirar exige poner en marcha cierta potencialidad prensora de nuestra retina. O lo que resulta idéntico, mirar da por sentado que antes existió una vocación activa de conquista. Sin ese voluntario ejercicio posesorio, todo lo demás se derrumba. En eso estamos.

Y por eso es tan agobiadora la impresión de la decadencia europea -y no sólo en el terreno cultural-. En definitiva, tenemos una angustiosa sensación de ausencia. Algo falta y algo que es básico, a saber, la fuerza poyética, las líneas magnéticas de la fuerza creadora.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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