La mano que escribe sola
Los membrillos son un fruto de otoño. Nuestro veraneo en el pueblo terminaba a finales de septiembre, de modo que aún no estaban maduros cuando a comienzos de curso regresábamos a la ciudad. Había que esperar cerca de dos meses para que esto sucediera. Y entonces nos los enviaban en el coche de línea, amontonados en grandes cajas que encontrábamos en la cocina a nuestro regreso del colegio, como corazones embebidos de la luz dorada del sol otoñal. Era un motivo de alegría, pues esa misma tarde nuestra madre preparaba con ellos dulce de membrillo, pero también jalea. Siempre en proporciones muy inferiores, pues mientras que con los membrillos llenábamos latas y latas, que, dicho sea de paso, terminaban hartándonos; de jalea apenas se conseguía una minúscula fuente, que desaparecía en la primera merienda. Su preparación consistía en recoger las mondas y los corazones de los membrillos, ricos en semillas mucilaginosas, y, añadiendo azúcar, hervirlo todo con lentitud hasta que se formaba un delicado jarabe, que al enfriarse tenía la consistencia de la carne. Recuerdo que, nos las veíamos y deseábamos para repartir aquel escaso tesoro. También cuanto nos maravillaba la escena de su preparación. Ver a nuestra madre en medio de aquel país de mondas y tristes despojos, y como una maga haciendo de todo ello aquel dulce maravilloso cuya sola evocación todavía ahora hace que me chupe los dedos. Pues bien, esta escena tan doméstica puede servirnos para explicar lo que es la poesía, que no opera con grandes palabras o conceptos, sino con mondas, peladuras, restos que no parecen servir para nada. Coge esos restos y prepara con ellos un elixir, pues la poesía es el instante de la transfiguración.Pero ¿por qué el poeta debe servirse de las mondas, cáscaras, peladuras y semillas, es decir, de lo que habitualmente los cocineros de la lengua, los grandes gourmet de la comunicación verbal, desdeñan o dejan de lado? Porque para ser poeta, y ésta es la gran paradoja, hay que quedarse sin voz. Siguiendo con nuestra imagen, mientras que las palabras comunes tendrían que ver con lo productivo, es decir, con el fruto que aromatiza los armarios y nos proporciona la carne para el alimenticio dulce; las de los poetas con las peladuras, o, dicho de otra forma, con esos restos que el proceso de comunicación no puede o no sabe utilizar, y que queda fuera de él, como residuo no significativo. El poeta opera con esos residuos. Su mundo es el del Artista del Trapecio o el de Bartleby, el escribiente. El Artista del Trapecio se sube a su trapecio y ya no quiere bajar de él, que hasta cuando se ve obligado en los desplazamientos del circo a viajar en tren tiene que hacerlo en la redecilla donde van las maletas: Bartleby el escribiente se niega a hacer lo que le piden en la oficina. Ambos se sustraen a la comunicación, ambos representan al poeta, que no es sino ese inquilino de la vida desfigurada de la que habló Walter Benjamin, en su ensayo sobre Kafka, queriendo referirse a esas criaturas intermedias que tanto abundan en la obra del escritor checo, y de las que el pobre Gregorio Samsa, cuando se despierta transformado en un insecto, es el ejemplo más claro. La poesía es la voz de esas criaturas. Y ésta es la gran paradoja, porque todas ellas han perdido posibilidad de hablar. La perdieron para encontrar en lo más hondo de sí mismos esa segunda voz, de la que habla Eduardo Milán en un pequeño y luminoso ensayo sobre la poesía de José Miguel Ullán. Una voz que se confunde con el gesto, y que más que con el esfuerzo de la comunicación tiene que ver con las acciones incomprensibles y precipitadas a que se ven expuestos los personajes del cine mudo. Rodar por pendientes, quedar colgados de cables tendidos a alturas increíbles, botar contra el suelo y las paredes como si la sustancia de sus cuerpos fuera la goma.
"La vida es un hombre que ciego ve una flor", ha escrito Francisco Pino, que es sin duda uno de los grandes poetas españoles de este siglo, y que a sus 87 años sigue escribiendo con el vigor, la dulzura y el atrevimiento de los niños. Para entender lo que significa esto tenemos que volver a Kafka. En su relato Una cruza hay un instante incomparable. La extraña criatura que momentos antes ha estado bailoteando ante su protector, salta de pronto sobre su regazo y empieza a mover su hocico junto a u oído. La poesía es ese relato que no se oye. Que no dice nada, pero que produce un inmediato entendimiento. "¡Qué difícil de comprender el beso, ha escrito el propio Pino, y qué fácil de entender lo que dice! Comprensión y entendimiento. La poesía no se comprende pero produce un entendimiento que nos prende, en el doble sentido de cogernos y encendernos al modo de la llarna". Los bailoteos, la inquietud, recuerdan los merodeos de Gregorio Samsa, transformado en insecto, pero también los de la mano que aparece en el banquete del rey Baltasar.
Todos recordamos esa escena de la Biblia. Baltasar era un rey babilonio, amante de la buena vida, y organizó un gran banquete en que él, sus concubinas y sus invitados se pusieron a beber con los vasos de oro que habían tomado del templo de Jerusalén. En pleno festín apareció una mano y se puso a escribir en la pared. Baltasar, aterrado, convocó a todos su adivinos, pero ninguno supo interpretar aquella escritura. Hasta que le hablaron de Daniel, y le mandó llamar. "Mene, tequel, peres", ésa era la frase. Y Daniel le dijo lo que significaba: contado, pesado y dividido. ¿No es ésta la esencia misma de la poesía? ¿Pues, efectivamente, ese lenguaje que aparece contado, pesado y que se da dividido no es el lenguaje poético? La mano tiene un peso, es capaz de contar y aparece separada de su cuerpo. Se parece a la pequeña sirena del cuento de Andersen, pero también al animal extraño del relato de Kafka. Son los animales impuros. ¿Por qué impuros? Porque se alimentan de cáscaras, porque ninguno de ellos tiene lenguaje. José Miguel Ullán ha escrito que el mayor enemigo de la palabra es la palabra. Y a estas alturas ya sabemos lo que significa, la poesía es la mano que escribe sola.
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