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Tribuna
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Agraciados y graciosos

La Copa pasó por el área como un maremoto: el Madrid se deshinchó en Vito ría, el Athletic reventó en Almendralejo, el Barça se tambaleó ante el Valencia, el Atlético se esfumó en Zaragoza, el Betis se elevó en Anoeta y, en fin, volvimos a comprobar que el fútbol es un abigarrado escenario en el que conviven mundos, los paralelos. Una vez más, ante nuestros propios ojos, los enanos crecían y los gigantes menguaban. Inesperadamente los estadios eran un territorio iluminado por los fogonazos, poblado por personajes volubles y animado con extrañas historias escritas por el espíritu de la contradicción.El martes, en Vitoria, Heynckes fue la primera víctima de la metamorfosis: de pronto se le había congelado en la cara el milagro alemán. Bajo el frío de Mendizorroza tenía los ojos en blanco y el tupé lleno de escarcha: hora y media después se había convertido en una estatua de hielo.

-Si querían un entrenador que gesticule en la banda se han equivocado de hombre; si necesitan a un individuo que grite y haga aspavientos fuera del banquillo ya pueden ir buscando a otro -decía mirando a Concha Espina.

Aquella primera sorpresa en la guerra de la Copa animó a los detractores, esos seres oportunistas capaces de esperar un siglo para cargarse de razón. Ya se habían asomado a la boca de sus madrigueras cuando Miguel Induráin perdió su sexto Tour.

-Ya decía yo hace seis años que este chico era un petardo -sentenciaron entonces mirando a Jan Ulrich.

Ahora invocaban a Capello. Pedían de nuevo la aparición de uno de esos estrategas que llevan la mandíbula atornillada al paladar y sobreactúan ante las cámaras para demostrar al mundo lo bien que ordenan y lo mucho que mandan.

-Pensándolo bien, algunos de los antiguos pupilos de Capello en el Madrid se tendrían bien merecido que volviera -decía un seguidor despechado, mirándole las pantorrillas a Davor Suker.

En Barcelona, por el contrario, las cosas parecían seguir el orden natural: bajó del autobús el Valencia, pitó el árbitro, los jugadores se santiguaron, llegó Luis Enrique y metió el primer gol. Un día más parecía demostrarse que Luis disfruta de uno de esos raros estados de gracia que sirven indistintamente para cazar al vuelo mariposas o adjetivos. Todo indica que ha conseguido alcanzar una exaltación mística que le permite conectar con las musas a voluntad. Está en ese año glorioso en el que compones la canción del verano, te casas con la chica, haces saltar la banca, y luego, para disimular, ganas el campeonato mundial de ajedrez. Bien podría decirse de él lo que Di Stéfano dijo de aquel primer Butragueño iluminado que ganaba los partidos por telepatía.

-Este tipo lleva el gol en el cuerpo: lo sacudes y cae un gol.

Luis demostró de nuevo que convierte en gol todo lo que toca, y su equipo empezó a acusar los síntomas de desmayo que -los culés llaman síndrome de Salamanca. Pero la Copa no terminaba ahí: un día antes, el Betis había tomado Anoeta al asalto, y Finidi, ese chiquillo que según los trileros de Sierpes ha nacido en Camas, como Curro, y se ha criado en una fábrica de Betún, como Pelé, metió el gol de la semana y volvió a celebrarlo con una media verónica.

En Zaragoza, Antic seguía comiéndose los artículos y las uñas: "El Zaragoza hizo gran partido. Nosotros no salimos con tensión necesaria", y se juramentaba para vengarse en la Liga.

Pero ésa ya es otra historia.

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