Funeral por el 'Britannia
El yate real, símbolo del poderío británico durante 44 años, concluye su última misión
Tras un nostálgico periplo por las costas de Gran Bretaña, el yate real Britannia, con su chimenea erguida, maderamen de cedro y pasarelas de bronce impecablemente pulido, concluyó, ayer su misión como símbolo de las grandes pero obsoletas glorias navales británicas. Como tantas cosas en el Reino Unido, el destino final de la augusta nave que representó durante 44 años la fibra más íntima del poco disimulado orgullo nacional británico en mares que se han encogido para el imperio es todavía un misterio.Cuando la reina Isabel y la mayor parte de la familia real asistieron en Portsmouth a la ceremonia que cerro finalmente el capítulo del Britannia, hubo un desbordamiento de emociones. Allí estaba la soberana, siempre erguida, impasible, contemplando cómo los altos oficiales de la tripulación bajaban solemnemente la bandera de la Union Jack del mástil, todo ello acompañado de himnos y marchas militares cuya culminación fue una interpretación del Rule Britannia, al cual la banda de a bordo dio énfasis porque contiene brevísimos pasajes tristes dentro de semejante composición épica. Era como el Réquiem de Mozart pero con licencia para abordar con libertad los desoladores compases finales del Adagio de Albinoni.
Como la compostura manda en la casa de los Windsor, ninguno de los fotógrafos pudo capturar las lágrimas de los nobles. Fue una despedida digna, exenta de emoción visible. Pero la reina debió de recordar los momentos de su juventud y sus aventuras marítimas, que, al igual que las de sus hijos, seguramente pertenecen a los momentos de mayor valor sentimental desde la botadura del Britannia para su entrega in condicional al solaz de la corona y sus miembros. Los Windsor se despidieron del último lujo marítimo otorgado a la monarquía en momentos en que Isabel II quiere demostrar que en el palacio de Buckingham hay realmente un cambio tras la muerte de Diana: casi como un voto de humildad, y éste exige desprendimiento de ideas, cosas, objetos y, lo más grave, de tradiciones como el gran barco que se había convertido en una embajada flotante en mares surcados por naves del imperio difunto. Con rostro triste y expresión grave, se les vio participar en la despedida del Britannia como un inescapable deber ante el destino. Allí estaba la princesa Ana, con rostro compungido, inclinando la cabeza sobre la cubierta del mismo barco del que hace poco había dicho que su mejor remedio habría sido hundirlo para preservar en el fondo del mar los recuerdos de su infancia.
Sentimentales como suelen ser los británicos en momentos en que descubren hitos históricos, muchos de los miembros de la tripulación del Britannia decían que lo que les preocupa más en estos momentos es el destino final de la magnífica embarcación repleta de historia de la monarquía. Al fin y al cabo, decían, no es una nave cualquiera. Siguió la tradición instalada hace 300 años, Sus predecesoras de velamen y eslora adornada desaparecieron en el olvido. El Britannia debe sobrevivir, porque en su cubierta, en sus salas con mesitas antiguas adaptadas por el príncipe Alberto, a fin de que no se desparramara el sherry en noches de tormenta invernal, en sus camarotes donde el único adorno son banderas de almirantes como el legendario capitán Scott, en los camarotes donde todavía existen vestigios de la luna de miel de Carlos y Diana, incluyendo las sábanas de lino irlandés de siglos -hay un capítulo muy íntimo de los días felices de los Windsor. Preservar esos recuerdos es una cosa. Ponerlos a disposición del público es otra.
Por eso la suerte del Britannia permanece en el limbo. Los puertos de Manchester y Edimburgo están ahora disputándose el privilegio de adornar sus muelles con semejante legado y transformarlo en museo. Hay tiempo para llegar a un arreglo. El Gobierno laborista de Tony Blair ha dicho que la morada del Britannia puede ser decidida en un año. Mientras, el barco más amado de los británicos es el principal punto de atracción para los turistas que van a Portsmouth. Los libros que han comenzado a salir sobre la nave jubilada a la fuerza -porque le costaba mucho al Estado y la corona de confesión modernizadora dice que ya no necesita- se han convertido, pues, en un regalo de Navidad para los marineros nostálgicos y los curiosos de todo el mundo.
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