Una treta
EUGENIO SUÁREZ
Es posible que los vestigios de la familia, en Europa, y entre los países adelantados donde, según nos dicen, se halla España, sobrevivan en nuestros lares. Quizá la institución sólo sea residuo de la tribu y condicionamiento de la escasez de recursos, pues parece que, en los lugares ricos, la gente joven procura sacudirse de encima a los mayores. Por instinto de conservación, éstos no se desprenden de los ahorros y fomentan el confort de las residencias geriátricas donde irán a parar. Que el otro modelo es preferible está en las consoladoras muestras de cariño y solidaridad que se producen cuando desgracias mayores que la pobreza se abaten sobre la gente de modesta condición. Ahí parece que nos acompañan los italianos, los del sur, claro, y esas poblaciones donde se han refugiado la guerra y el hambre, que se resisten a dejar en paz al viejo y acorralado continente, donde se inventó el mundo moderno y ahora anda ideando una comunidad económica, que es un reniego de su larga existencia.Es de aventurado vaticinio fijar la duración de tal fórmula, por las distancias que separan a las generaciones, aunque los deseos de independencia de los jóvenes estén mitigados por la incertidumbre que acecha fuera de las paredes hogareñas. Desde hace un tiempo milito en la legión de los que viven solos, emancipados y lejos los descendientes; tengo excelente memoria de la vida en común y encuentro sumamente cómodo añorarla, a la vista de los grupos dominicales que suelen reunirse a expensas de la generosidad y posibilidades de sus jefes. Les observo de reojo y con admiración, teñida de envidia, e intento identificar a los padres, hijos, nietos y demás parientes, en los bares o merenderos donde se reúnen. Se nota que están como de visita de compromiso.
Los abuelos son los primeros, con un antiguo concepto de la puntualidad que sobrevive a los demás privilegios, hartamente olvidados. Alegra sus caras la llegada de la prole, el beso medio furtivo del hijo, el contacto con las mejillas de la nuera, que intenta demostrar a sí misma lo mucho que le aburren estas reuniones. O, al revés, la efusividad de la hija y el ademán algo hipócrita del joven esposo. Durante unos minutos, los niños mantienen ciertas formas, quebrantadas al visitar, sucesivamente, las rodillas de los mayores donde tardan poco en comprobar que son bastante incómodas. El nene o la nena reclaman atención de la única manera que conocen: a gritos, complacidamente escuchados por los adultos de aquella mesa, sin reparar en las aviesas miradas que les dirigen los más próximos. Desde la retaguardia llega la nube de un cigarrillo americano que eriza mis culpables bronquios de antiguo fumador, hundido en el enfisema. A media voz le digo a mi invitada: "¡Vámonos a otra mesa; hay sitio de sobra!". El espíritu de la convivencia social me mantuvo en el mismo lugar, soportando la inmediata algarabía y la, para mí, dañina fumata, con renuncia a la conversación entablada con la persona a quien acompaño. Ni insolencia ni reproche en aquella comunicada decisión. Escuché una voz, con cierto deje reivindicativo: "Tiene razón ese señor, ¡apaga el pitillo!". Era el marido, no fumador, quien, al volverme, esbozó una cómplice sonrisa. Me apresuré a decir que el problema era mío y la solución adecuada, pues, en efecto, quedaban lugares libres, y la señora podía fumar cuanto quisiera. Ella, lanzándome una rencorosa mirada, solapada por un gesto cortés, apagó el cigarrillo. Me dio la impresión de que consideraba un golpe bajo, indigno, mi indirecta, y un gesto reprobable el del cónyuge y la mayoría del pequeño grupo.
Estaba en lo cierto. Utilicé una treta que suele pillar desprevenida a la gente: respetar al prójimo, sin reproches, cuando su actuación le resulta a uno molesta: a poca sensibilidad que tenga, reacciona devolviendo la cortesía, puro efecto-frontón. Los comentarios insolentes, agitar una servilleta desplegada para ahuyentar el humo, denostar a quienes hacen lo mismo que hicimos, no da el menor resultado y, en lugar de conseguir la adhesión de un esposo, puede uno encontrarse con un mamporro en las narices. No estoy seguro de que hubiese ocurrido otro tanto de haber sido el hombre quien tirara de tagarnina.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.