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Tribuna
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Por fin es domingo

Tal como si el fútbol se mirase en el espejo de la Bolsa, en sólo cuatro días hemos presenciado el más extraño caso de euforia y depresión que se recuerda en las plazuelas del fútbol. Está claro que el llamado efecto mariposa, que tanto aflige a los mercados bursátiles, tiene una versión castiza en los mercadillos del balón. Este extraño fenómeno, aún no muy bien descrito por los estudiosos del comportamiento animal, podría resumirse así: cuando un moscardón zumba en las Ramblas, una nube de lechuzas se levanta en la Cibeles. A partir de entonces las consecuencias son imprevisibles: a los hinchas les atacan los nervios, los pactos políticos se resienten, las vendedoras de exclusivas se divorcian por cuarta vez, sube la gasolina, il bello Ranieri se pone la peineta de fallera mayor y amenaza con cortar los cataplines a sus muchachos y, en una gloriosa apoteosis final, algunos directivos del Madrid y el Barcelona, convenientemente disfrazados de carneros, se ponen a topar sobre los abismos del estadio. Qué estropicio, válgame Dios.¿Está la causa de este guirigay en el partido Madrid-Barcelona? Puede ser, pero la tensión de un derby no alcanza a explicar semejante cataclismo emocional. Además, ¿qué pasa realmente con el rendimiento de los equipos del Madrid y el Barça? Analicemos.

El Madrid comenzó la temporada en un tono estupendo. Mantenía la disciplina defensiva de Capello y sumaba el gusto por el toque de Heynckes. Liberados de la obsesión táctica, los jugadores no olvidaban el trabajo de mateninimiento; cambiaban con naturalidad el traje de fiesta por el mono. De pronto, parecieron caer en una especie de complacencia pánfila o de rapto bobo o de empacho gilí que les llevaba a moverse como figurines. Este pavoneo lánguido fue agravándose rápidamente, de modo que luego apuntaron un visible aire de perdonavidas. El lunes sonreían a cámara, el martes tenían cita con el sastre, el miércoles se daban gomina, el jueves pedían pista en la discoteca y el viernes se acordaban del partido del sábado. Al parecer, eran tan guapos que ya tenían ganadas Liga y Copa de Europa sin salir de noviembre.

En esas circunstancias estaba creado el ambiente para el pinchazo: llegada la hora del partido sufrirían el vértigo de la responsabilidad y se dirían que antes del mes de junio es una temeridad vivir de las rentas. En otras palabras, descubrirían que adornarse demasiado pronto supone un riesgo: el de actuar demasiado tarde.

El Barça tiene otro diagnóstico. Fichó a un cocinero holandés educado en una excelente escuela, pero habituado a trabajar sin prisas. En el Ajax solía recibir anualmente una promoción de futbolistas de uso múltiple; con esos deportistas clónicos, De Boer, De Boer, De Boer, la asimilación táctica era casi un impulso natural. Seguramente, en España ha cometido un único error grave: se ha traído la receta, pero se ha dejado allí los ingredientes. Así, pues, sería deseable que se fije en sus propios jugadores, se olvide de fotocopiar el Ajax y, hecho el correspondiente dibujo, se dedique a reconstruir el Barcelona.

Pero, puestos a criticar, bueno sería que nos aplicásemos nuestra propia medicina. La cuestión es ésta: si convertimos el resultado de un solo partido en una ley matemática podemos pasarnos la semana dando bandazos.

Es sabido que en un negocio tan volátil como el fútbol, los héroes del miércoles son los villanos del sábado.

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