¡Mi casa!
Aún queda rabo veraniego por desollar, en lo que resta de septiembre. Milito en la legión de quienes sostienen que estas últimas semanas del estío son inmejorables, de mayor seriedad atmosférica y menos gente en los tenidos por lugares de reposo. Aunque, tal como se ha desarrollado el presente año, sería tan aventurado apostar a su placidez como poner la mano en el fuego por la honestidad ajena que caiga cerca del cajón de los cuartos. Quedamos en que es prudente reservar unos días, para la época de la vendimia, ahorrados a la vorágine julia y agosteña.La mayoría del país, superviviente de la Operación Retorno, se encuentra de guardia desde el primero de este mes, atareadas las familias con el impuesto revolucionario que es el ajuar de los hijos que van al colegio: libros, ropa, chequeo médico y revelado de los carretes fotográficos que, insensatamente, hemos tirado. Quizá las vacaciones son imprescindibles para quienes han de afrontar la expiación de sus relajos, encadenados a ineludibles responsabilidades pecuniarias. La cínica satisfacción con que los bancos y, entidades de crédito publican sus óptimos balances trae su origen en el intermitente endeudamiento de los ciudadanos, que necesitan de continuos y encadenados préstamos. Con nociones paupérrimas de economía, creo entender que la bajada, de los tipos de interés tiene el gato encerrado en el encarecimiento intrínseco del dinero, que mantiene la correlación usuraria prácticamente incólume.
Los que vivimos solos -cada vez somos más, ¡cuidado con nosotros!- quizá hemos sucumbido a la moda anual, por las tantas razones que nos condicionan: las familiares, la inercia, la posibilidad de hacer la pascua a un compañero de trabajo, el horror vacui que pueden producir las ciudades despobladas, aunque esto se haya revelado inexacto: Madrid apenas varía en la densidad ciudadana, porque las numerosas y pausadísimas obras públicas recortan ese porcentaje de suelo transitable que, en invierno, vuelve a llenarse de baches, zanjas y vallas, en un penelopismo municipal que no nos abandona.
Si el retorno plantea innumerables problemas a las familias numerosas, es fuente, en cambio, de satisfacciones para el solitario, en el caso, naturalmente, de que haya sobrevivido a alguna de las más frecuentes calamidades: la entrada de ladrones, las goteras causadas por los vecinos de arriba y esa carta que llegó, precisamente, el día de nuestra marcha y que hubiera dado otro rumbo a nuestras expectativas cenitales. Comprobamos, con temerosa cautela, que todo marcha bien, dentro de lo que, cabe. El melocotón que dejamos fuera del frigidaire, en lugar de ser -como temimos, cada vez que se presentaba en el recuerdo- una factoría de gusanos, se ha convertido en una pelota arrugada, seca y estéril. Verificamos que la televisión funciona, lo que serena el ánimo ante las futuras jornadas, y se confirma lo que maliciábamos al poco rato de partir: el contestador telefónico no estaba conectado, extremo que produce, primero, cierto enfado con nosotros mismos y, luego, la serena placidez de que la ausencia de noticias es la mejor de todas.
¡Nuestra casa! Esos primeros momentos, que se renuevan cada año, revalorizan el humano sentimiento de la propiedad, que ningún otro ser experimenta, porque no podemos homologar tal sensación con la del perro al comprobar que el hueso enterrado continúa en el mismo sitio. Incluso en nuestro caso -que no parece el más común-, de vivir como inquilino, soportando cómo el casero incrementa la renta, de forma creciente y sistemática, en complicidad con el Ministerio de Hacienda, el Ayuntamiento y la Comunidad Autónoma. En el buzón de la entrada recogemos la nunca desfalleciente oferta de pizza a domicilio y la noticia de que la tienda de al lado, que fue mercería, después de ropa infantil, con escasa fortuna; más tarde, taller de fotocopias, justo enfrente de otro, que le sobrevive, ahora se anuncia como salón de belleza, depilaciones, masajes y rayos UVA. El portero también ha vuelto, bronceado y ceñudo, como si las vacaciones le hubieran sabido a poco. Estamos en casa y nos dejamos caer, negligentemente, en el sofá, con un suspiro de alivio.
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