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Un enigma llamado Guillermo

Los ojos de los británicos ven en el hijo de Carlos y Diana la salvación de la monarquía

Diana de Gales observa a sus hijos Enrique y Guillermo junto a Carlos de Inglaterra, en  1995.
Diana de Gales observa a sus hijos Enrique y Guillermo junto a Carlos de Inglaterra, en 1995.JOHNNY EGGITT (AFP)

Cuando el príncipe Carlos apareció finalmente con una flor para Diana en las puertas del Palacio de Kensington el viernes pasado, más de una persona entre la multitud apostada ante la antigua casa de los Príncipes de Gales estuvo tentada a abuchearlo. La flor no era suya. Se la había entregado una señora con el ruego de que la colocara junto a la gruesa alfombra multicolor que durante una semana de duelo se formó gradualmente a la entrada del palacio. Mientras Carlos cumplía con el encargo y caminaba cariacontecido hacia la gran verja de hierro forjado, una muchacha inglesa le susurró al oído a una amiga: "No puedo soportar tanta hipocresía. Me quedo callada sólo porque no quiero herir a Guillermo". Fue una frase que resumió el respeto popular hacia el primogénito de Carlos y Diana, el espigado joven rubio que a los 15 años ya personifica lo que muchos británicos definen como "la única salvación posible de la corona británica".

Guillermo Arturo Felipe Luis Windsor está destinado a ser rey, y muchos de los súbditos de Isabel, cansados del rígido y anticuado estilo monárquico de Isabel, no ven la hora de festejar un cambio. Si fuera posible, pasando por alto la coronación de Carlos, el impopular príncipe heredero a quien en estos días de duelo se culpa, con más intensidad que nunca, de gran parte de la infelicidad que acompañó la existencia de Diana. Guillermo, o Wills, como le llaman cariñosamente sus amigos, recibió su bautizo de fuego la misma tarde del viernes, horas antes del funeral de su madre, cuando demostró pleno control de sí mismo ante la emocionalmente abrumadora experiencia de aparecer por primera vez en público desde la muerte de Diana. Vestido con un sencillo traje oscuro casi idéntico al que llevaba esa tarde su hermano Enrique, de 12 años, Guillermo se movía cómodamente ante una multitud ansiosa por darle el pésame. Conmovido como estaba, respondía ocasionalmente con una tímida sonrisa de gratitud genuina a la gente que le extendía la mano pero que le resultaba imposible tocar.

Compensaba las limitaciones de esa distancia impuesta agitando el brazo y sonriendo bajo ese lacio flequillo rubio que le cubría la frente. El centro del interés Con la barbilla pegada al pecho y la expresión de sorpresa en los ojos, no era difícil hallar un paralelo en la memoria con las primeras fotografías de Diana, cuando comenzó a sentirse el centro de interés público, una posición que tuvo que aceptar inocentemente en la primavera de 1980, la época en que su romance con el príncipe Carlos de Gales dejó de ser un secreto. Por trágicas maquinaciones del destino, Guillermo está hoy en una situación bastante similar, sólo que en circunstancias infinitamente peores, más complejas y delicadas.

Al igual que su madre, el joven príncipe está saliendo de la adolescencia para quedar virtualmente confinado en el ángulo más expuesto a una curiosidad universal. A tan incómoda situación hay que añadir, en el caso de Guillermo, las enormes expectativas de una opinión pública británica desencantada con la monarquía, ansiosa por ver una modernización de la corona y sobre todo nostálgica de los esfuerzos con los que Diana trató de dar una dimensión humana a los actos de La Familia Real. Es, a todas luces, un encargo colosal el que hereda el joven príncipe en quien muchos británicos ven venir el segundo capítulo de la "revolución silenciosa" emprendida por la Princesa de Gales y combatida no muy silenciosamente por la reina Isabel y sus hijos.

Guillermo nació bajo el signo de la adversidad el 21 de junio de 1982, menos de un año después del matrimonio de sus padres -la boda del siglo, como fue descrita ingenuamente por los cronistas de la época- y en tiempos en que ya no quedaban sino unos cuantos frágiles vestigios del romance. Su hermano Harry llegó al mundo dos años más tarde, el 16 de septiembre de 1984, sólo para incorporarse a un hogar en plena fase de desintegración y abierta recriminación mutua. Tras una niñez que transcurre a la sombra de las intrigas y los rumores, las cada vez más frecuentes ausencias de su padre y en un mundo sin otra fuente de amor que el de su madre, Guillermo pasa sus primeros años protegido de los tabloides. Pero provoca sus primeros titulares a los nueve años, cuando tiene que ser hospitalizado de emergencia con una fractura de cráneo: jugando al golf, uno de sus compañeros del internado de Ludgrove le golpea accidentalmente dejándolo temporalmente inconsciente y a merced de las primeras y nada piadosas especulaciones de los tabloides acerca de su futuro estado mental.

Ese accidente es lo que inevitablemente abre uno de los tantos debates sobre la sucesión, ejercicio favorito de los británicos, pero que en este caso demostraría ser un ejercicio apresurado e irresponsable dada la, celeridad con que Guillermo se recuperaría totalmente semanas después. La proximidad de Diana con sus hijos y el sentimiento de unidad que la princesa impone en su hogar sin marido mayormente presente, es seguramente uno de los factores que ayudan a Guillermo a vencer gradualmente la inseguridad típica de hijos que son testigos de un desastre matrimonial inminente. Entorno familiar Con más años que Enrique, Guillermo es más consciente de lo que ocurre en el entorno familiar y halla solaz en su madre. Diana, a la que Carlos y sus parientes acusaron más de una vez de "manipular" a los chicos, se encarga de verlos crecer con una visión más abierta de la vida. Los lleva al cine. Van de paseo.

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Sus vacaciones son idénticas a las que pueden aspirar a pasar los hijos de un vendedor de zapatos o un médico con cierto desahogo económico. Mientras que Carlos lleva a los niños al Castillo de Balmoral, Diana les hace conocer Disneylandia y los momentos más felices de esas y otras vacaciones están por ejemplo ilustrados con los videos (interminablemente difundidos esta semana) del trío -Diana y los chicos- deslizándose por un tobogán acuático de Florida o, más recientemente, con la algarabía de las excursiones marinas en el yate Jonikal, cortesía de los Al-Fayed. Pero al margen de las diversiones, que en el caso de Guillermo y Enrique incluían frecuentes salidas con mamá para tareas tan mundanas pero remotas para niños de su status como hacer la compra en un supermercado, como cualquier persona corriente, el mundo de los chicos se va construyendo con otras experiencias.

Si Carlos trata de criar a su primogénito poniendo exclusivo énfasis en su futuro papel de rey, Diana comienza a inculcar les interés por conocer hospitales, asilos y escuelas en un afán de exponer el otro lado de la vida detrás de los muros de los palacios y los castillos. Así, Guillermo visita con su madre en la Navidad de 1994 un asilo de mendigos y una clínica infantil. Más tarde combinaría esas actividades sociales con sus deberes y compromisos como alumno de la exclusiva escuela de Eton, el templo pedagógico de la vieja nobleza y la nueva riqueza donde hoy cursa su tercer año. Críticos de Diana insistieron en que su empeño por transformar a los niños, particularmente a Guillermo, en "gente normal" no haría sino confundir más a sus hijos.

No sin poca razón, por ejemplo, cuestionaban su tenacidad por dotar de criterios ordinarios a niños extraordinarios por excelencia. No todos los compañeros de Guillermo y Harry, por ejemplo, visten trajes elaborados por sastres de la misma estirpe que vistieron a reyes y príncipes. No todos, ni siquiera los retoños de los herederos de nuevas fortunas con los que Wills comparte aulas en Eton, están obligados a vivir bajo la constante protección de guardaespaldas. Y ciertamente nadie más que ellos tienen una abuela Reina de Inglaterra. Con filosofías dispares, Carlos y Diana jamás lograron siquiera ponerse de acuerdo en los nombres de los chicos. En ambos casos se impuso Diana, salvando así a Guillermo de ir por la vida con el cacofónico nombre de Alberto Alfredo.

En esa atmósfera de constante competencia, la ampliación de caprichos al terreno de qué valores debían primar en la educación de los príncipes fue sólo una cuestión de tiempo. La separación y divorcio de Carlos y Diana no hicieron más que acentuar una rivalidad que duró hasta la muerte de Diana. Andrew Morton, autor de la biografía Diana, su verdadera historia, recopila los esfuerzos de Carlos por combatir la imagen de padre descuidado que Diana se encargó de proyectar ante la prensa. "Creo que cualquiera puede ver que ella usaba a los chicos más que el, aunque posiblemente de forma involuntaria", escribió en su época Ingrid Seward, autora del libro Niños de la realeza. Paisaje traumático Para Guillermo, el paisaje más traumático de su vida hasta la muerte de su madre había sido sin duda la espectacular revelación pública de las andanzas adúlteras de sus progenitores. Fue un devastador golpe, asestado por medio de entrevistas separadas por la televisión, del que muchos sostienen que dejará marcas indelebles en la personalidad del futuro rey de Inglaterra.

Una de ellas es la evidente aversión de Guillermo a la prensa en general y a los fotógrafos en particular. Convencido de que el divorcio de sus padres fue sobre todo obra de rumores impresos impunemente en los periódicos, Guillermo odia a la misma prensa que más temprano que tarde comenzará a perseguirlo, estudiarlo y analizarlo en el afán de presentar a los británicos los aspectos más íntimos de su futuro soberano. Alto, atlético, de sonrisa fácil, Guillermo es la personificación del adolescente saludable con un futuro dorado. No en vano su retrato adorna los dormitorios de las chicas de su edad a lo largo y ancho del Reino Unido.

Sólo en virtud de uno de los pocos pactos que se mantienen misteriosamente intactos entre la corona y la prensa británica no se han publicado fotografías de las fiestas en las que el joven supuestamente se divierte en grande con una infinidad de admiradoras de su misma edad. Poseedor de ideas claras y de una precoz madurez, Guillermo completa la imagen de un joven astro de cine gracias a los rasgos de su madre. Pero detrás de ese aspecto de aplomo, algunos observadores sugirieron hace poco que el joven príncipe se debatía al borde de una crisis. Dos semanas antes de la muerte de Diana, el Sunday Mirror lo sugería con claridad. "El extraordinario desgaste emocional derivado de las peleas entre sus padres, junto con las expectativas y las esperanzas dé la nación están comenzando a imponerse como una carga demasiado pesada sobre sus hombros", dijo el popular rotativo que, como la mayoría de los tabloides británicos, debe su circulación al insaciable apetito por noticias relacionadas con la turbulenta vida de los Windsor. "Guillermo ya les ha dicho a sus padres que no desea ser rey, y que preferiría crecer hasta convertirse en un ciudadano común y corriente, alejado de las responsabilidades y del escrutinio público", escribió el semanario el 17 de agosto pasado. Citando al doctor Dennis Friedman, experto en relaciones de la realeza, psiquiatra y autor de Herencia, historia psicológica de la familia real, el Mirror dijo que los problemas caseros a los que Guillermo ha sido expuesto han infligido al futuro rey un sentimiento de desconfianza en sí mismo "que bordea en lo catastrófico".

"Para Guillermo fue una experiencia horrorosa ver y escuchar a su madre discutir su infidelidad y hablar de su sexualidad ante las cámaras de televisión", agregó en referencia a la famosa entrevista con el programa Panorama de la BBC en el que la princesa admitió haber sido infiel a Carlos. "La entrevista televisada de Carlos con el periodista Jonathan Dimbleby [en la que el príncipe confesó sus propios pecados con Camilla Parker] fue igualmente desastrosa para Guillermo", agregaba. "Ahí estaba Guillermo, escuchando a sus padres admitiendo haber roto promesas y profesando su amor por otras personas. ¿A quién podía dirigirse entonces Guillermo?", se preguntaba Friedman. Desastre personal El cuadro de desastre personal inminente ha quedado, al menos de momento, descartado.

El aplomo con el que Guillermo ha decidido actuar en los momentos más difíciles de su vida ha inyectado esperanzas en un rey de carácter capaz de sobreponerse a las más dolorosas circunstancias emocionales. Desde ya, es un contraste con la personalidad del padre. Eso lleva a muchos británicos a asegurar que si la Casa de los Windsor tiene verdaderamente una salvación y ésta a su vez tiene un nombre, no es otro que el de Guillermo. Prisionero de la genética como todo ser humano, el pequeño príncipe no podrá eludir ni la influencia benéfica y mundana de Diana ni la debilidad de espíritu y el estiramiento que enmascaran la inseguridad de Carlos. Guillermo Arturo es, al fin y al cabo, mitad Windsor y mitad Spencer, aunque la cuota de lo último sea más visible y, por lo tanto, universalmente más atractiva. Gran parte del éxito en la tarea de forjar un buen príncipe y un buen rey depende del grado de independencia, por vigilada que esta sea, que la Familia Real otorgue a Guillermo para expresarse al pueblo que lo ha consolado y que ahora le quiere escuchar, escuchar y fotografiar.

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