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La vía británica

Mi simpatía hacia los movimientos terroristas es más bien escasa. Yo los definiría a todos ellos, con independencia de sus motivaciones histórico-políticas, como un perfecto hatajo de bandoleros. Más aún, puedo asegurarles que la primera vez que me tropecé con el señor Yasir Arafat creí, de buena fe, que era un asesino profesional y cuando se lo conté, como anécdota, al general Dayan se extrañó mucho de que yo hubiera creído estar en un error. ¡Qué grande equivocación la nuestra, a la altura del tiempo! En consecuencia, no hago en este campo muchas distinciones, y no creo que los criminales del IRA sean de mejor condición que los de ETA, ni distinta la calaña moral de sus halos de violencia callejera ni de sus respectivos brazos políticos.Ahora bien, el político no está llamado a manejar magnitudes éticas sino realidades de poder que, gusten o no, existen, y tienen el peso y el volumen que pueden pesarse y medirse y no aquel que uno deseara ni, felizmente, aquel del que cada uno alardea. Ésa es una de las consecuencias de la clandestinidad, que lo oculto aparece mucho más poderoso de lo que en realidad es, puesto que sólo se manifiesta allí donde puede expresar su fuerza, mientras que la luz del día revela también las debilidades. Lejos de mi intención -y pruebas suficientes he dado de ello- el comparar al Partido Comunista, durante la clandestinidad, con un movimiento terrorista. Fue, a todos los efectos de la transición, una fuerza moderada, pacificadora y democratizadora. Pero lo cierto es que antes de su legalización y contraste democrático a través de las urnas el 15 de junio de 1977, analistas muy solventes le atribuían una fuerza muy superior a la que en realidad demostró tener. De ahí que las organizaciones políticas antidemocráticas -algo que, claramente, no era el Partido Comunista- se resistan a la prueba de fuego de la luz y de las urnas y que el arma más eficaz de los gobiernos democráticos, ante tales fuerzas, sea sacarlas a la luz y arbitrar en la urnas su reivindicación.

Cuando una democracia tiene que lidiar con movimientos terroristas procura acabar con ellos a través de medios policiales y judiciales. Y esa vía resulta eficaz si, como fue el caso de la banda en Alemania o de las brigadas en Italia, tales movimientos carecen de un arraigo social digno de consideración. Cuando por cualquier razón, incluida la sinrazón histórica, ese arraigo existe, los medios policiales y judiciales son insuficientes, por brillantes que puedan ser sus resultados ocasionales, y la política de aislamiento social, a más de imposible, porque la realidad nunca es radicalmente blanca y negra, resulta contraproducente. ¡Qué más quieren los violentos que no tener ocasión de hablar para sólo poder actuar! ¡Qué cosa mejor que ser marginados de las instituciones para poder deslegitimarlas!

De ahí que una democracia experimentada como la británica y de la cual la única flexibilidad predicable sea la del acero, a la hora de querer terminar con el terrorismo del IRA haya decidido jugar, una vez más, y tras una tregua negociada de facto, algo mucho más importante que las condenas morales, la carta política. En torno a una mesa negociadora se puede conocer, de una vez, cuáles son los problemas a abordar, las reivindicaciones a satisfacer, las fuerzas con quienes tratar. La luz clarifica e incluso disuelve lo que sólo consolida la oscuridad. La palabra, sin trabas ni tabúes, facilita y las urna terminan resolviendo incluso los problemas capitales de cómo un pueblo quiere- ser y vivir. Los demócratas no dudamos del resultado y en el caso vasco mucho menos que en el irlandés. Y si los problemas resultan ser muy diferentes entre sí, tanto mejor: saldrán a la luz las diferencias.

En estas lides dudo de que, como decía hace días en estas páginas mi buen amigo Patxo Unzueta, todo esté ya dicho, especialmente por parte de españoles, a juzgar por los brillantes resultados hasta ahora obtenidos. Más aún, creo que un debate sereno y discreto sobre tales extremos no vendría mal. Pero si todo está ya inventado, en una u otra latitud, no hay más que ponerlo en práctica.

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