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Democracia amarilla

La muerte de Diana Spencer, destrozada tras chocar su automóvil con una pilastra al circular por París a velocidad vertiginosa para eludir la persecución nocturna de unos fotógrafos, lleva hasta sus más trágicas consecuencias el interminable debate en torno a la creciente invasión de la intimidad por los medios de comunicación en los países democráticos. Es cierto que la mayor exposición a los focos del escenario iluminado de los personajes públicos, que asumen de forma voluntaria un papel social cuyos beneficios son indisociables de sus costes, les diferencia de la gente corriente, instalada por necesidad o por gusto en la mera cotidianidad. Aun dando por descontado ese déficit relativo de penumbra en perjuicio de los famosos, ¿existen fronteras que los medios de comunicación escritos y audiovisuales nunca deberían traspasar en su labor informativa sobre unos hombres y mujeres a quienes la relevancia simbólica o la actividad profesional han convertido en noticia para lectores o televidentes deseosos muchas veces de existencias vicarias? De ser necesarias esas lindes, ¿dónde y cómo trazarlas? En definitiva, ¿a quiénes corresponde establecer esas marcas protectoras, crear los mecanismos para hacerlas eficaces y aplicar las sanciones contra quienes las traspasen?Ciertamente, los momentos posteriores a una tragedia no son el clima más conveniente para ese debate. Un hermano de la fallecida princesa de Gales, perseguida desde hace muchos años por la prensa sensacionalista británica, acusa a los propietarios y directores de las publicaciones amarillas de tener "las manos manchadas de sangre" por haber estimulado "la avaricia de los individuos sin escrúpulos" a la caza de fotografías indiscretas. Muchos personajes que animan las páginas de la llamada prensa del corazón se han sumado a la denuncia, han contado sus propias experiencias de insoportable acoso y piden la adopción de medidas legales para proteger su vida privada. Aunque todavía con sordina y de forma prudente, los abogados del derecho ilimitado a la invasión por la prensa de la intimidad de los personajes públicos invocan, sin embargo, los intereses y los deseos de la gente corriente como fuente legitimadora de su labor: mientras la libertad de comercio aseguraría a una demanda efectiva de curiosidad morbosa el suministro de una oferta de chismes, cotilleos y fotografías indiscretas capaz de satisfacerla adecuadamente, el derecho a recibir esa información garantizaría a la opinión pública y al pueblo soberano el cumplimiento de sus deseos.

De esta forma, no sólo el mercado, sino también la democracia, vendría en ayuda de los fotógrafos que persiguen a sus víctimas durante las veinticuatro horas del día para sorprenderlas en cueros o de los reporteros que pinchan teléfonos, sobornan empleados y roban correspondencia para descubrir noviazgos o adulterios. Si la demanda paga, el público manda. Pero el sistema democrático es un artificio de la civilización, bastante más delicado que una balanza destinada a comparar los distintos pesos colocados en uno y otro platillo,: ni siquiera el mandato de la mayoría puede conculcar los derechos fundamentales de los ciudadanos, sea el derecho a la vida y a la integridad física, sea el derecho a la libertad y a la seguridad, sea el derecho a la intimidad. Dentro del ordenamiento español, el artículo 18 de la Constitución de 1978 garantiza los derechos al honor, a la intimidad personal y familiar y a la propia imagen, además de la inviolabilidad del domicilio y el secreto de las comunicaciones; con independencia de la cobertura dada por el Código Penal, una ley orgánica de 1982 desarrolló la protección civil de esos derechos de la personalidad, inscritos eón diversas variantes en los listados de derechos básicos de otros países. Ciertamente, los derechos fundamentales, tomados de forma individualizada, no son absolutos y pueden entrar en colisión recíproca, entre otros con el derecho a la información; sería un abuso, sin embargo, enarbolar la bandera de la libertad de expresión, ligada a la formación de la opinión pública en una sociedad pluralista según reiterada doctrina del Tribunal Constitucional, para amparar invasiones tan brutales de la intimidad como las padecidas por Diana Spencer y que han provocado involuntariamente su muerte.

El presidente Truman solía citar un viejo dicho sureño según el cual la obligación de aguantar el calor del fogón es el precio a pagar por entrar en la cocina; una sentencia de la Corte Suprema estadounidense utilizó también esa metáfora para justificar el menor grado de protección relativo que tienen los personajes públicos frente a la crítica. Es cierto que algunos famosos juegan con fuego al abrir de par en par las puertas de su intimidad a la prensa a cambio de dinero: no es raro que se abrasen al tratar luego infructuosamente de expulsar de la cocina a unos intrusos dispuestos a conseguir gratis las mismas exclusivas que antes pagaron. Sin embargo, todo derecho fundamental tiene un núcleo que ninguna colisión con otro derecho puede alterar: la trágica muerte de Diana Spencer tal vez pueda servir para mostrar el peligro de que nuestras sociedades terminen por convertirse en infiernos irrespirables donde la vida privada de la gente quede asfixiada por cámaras ocultas, pinchazos telefónicos y micrófonos secretos al servicio de gobiernos intervencionistas y de medios de comunicación chantajistas.

La defensa de la intimidad, no sólo de la gente corriente, sino también de los personajes públicos (un gremio al que pertenecen, por cierto, los periodistas, siempre propensos en esta materia a mostrarse benévolos con los verdugos a condición de no ser ellos mismos las víctimas), frente a las ilegítimas invasiones que juran en nombre de la libertad de expresión y del derecho a la información, se ha convertido en un objetivo prioritario: la transformación de la intimidad en una mercancía produciría una democracia amarilla. Los primeros afectados son, por supuesto, las figuras públicas; Ben Bradlee, el mítico director del Washington Post, apunta en su libro de memorias La vida de un periodista (Madrid, 1996) que John Kennedy probablemente no hubiese superado los inquisitoriales escrutinios sobre la vida privada de los candidatos presidenciales ahora vigentes en Estados Unidos. Pero ningún ámbito de intimidad estará libre de las amenazas de invasión si las sociedades democráticas y los medios de comunicación no reaccionan a tiempo: si el amarillísmo viene hoy por los famosos, mañana vendrá por todos los demás.

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