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Monasterios

Mientras millones de personas saltan, chapotean, se tuestan o arman su algarabía sobre las playas, un puñado de miles de españoles se recoge en los monasterios. No son, en la, mayoría de los supuestos, ni conversos, ni piadosos, sino, en buena parte gentes de izquierdas, veteranos agnósticos y anticlericales. El fenómeno de alojarse en monasterio, que ha doblado su clientela en cinco años, se relaciona con el deseo de la vacación total. Aquella que incluye no sólo huir del trabajo, la alharaca, los tufos de los chiringuitos y la carne de los otros, sino el anhelo de ausentarse de uno mismo. Podría parecer al revés, puesto que a solas, en las habitaciones duras, la personalidad acomete con mayor densidad al corazón. No es, sin embargo, éste el efecto. La mística, por poco místico que se sea, invade pronto, y a su influjo, lo que aparece es un aire diáfano donde la individualidad se deshace como en una solución de agua y azúcar. En los años ochenta, algún que otro escritor, opositores, amantes despechados y aventureros del karma pedían hospedaje temporal en los conventos. Ahora, la afluencia es tan grande que los 170 centros censados por la guía Aguilar se encuentran a tope. Las monjas o los frailes brindan todo menos confort. Dan de comer sardinas y garbanzos. Obligan a levantarse al alba, callar y retirarse a las diez. No autorizan, en general, las parejas y apenas dan conversación. La privación y la pobreza es su materia prima. Pero, junto a ella, poseen una gran piscina: el silencio. Si alguien desea desaparecer, nada más definitivo que sumirse en ella. Los monasterios se emplazan en lugares recónditos, pero es sobre todo su aire interior lo decisivo. Un pasadizo por el que se trasciende a otra vida de tan extrema vacación que el concepto de vacación se anula y el alma, buceando, se confunde con el transparente reposo del vacío.

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