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La renuncia

Hay ocasiones en las que el tiempo, por lo general rutinario y repetitivo, se condensa hasta el punto de estallar y dar así ocasión a que el futuro no sea mera repetición del pasado. En la reciente historia del PSOE, Felipe González ha sido artífice de dos rupturas que han abierto nuevas posibilidades a su partido: la primera, cuando en 1974 se atrevió a sacar todas las consecuencias de la evicción del anterior secretario general y ocupó su cargo después de dos años de inútil interinidad; la segunda, cuando en 1979, al renunciar a presentarse como candidato a la secretaría general, arrojó por la borda toda la retórica pseudorrevolucionaria de la que todavía alardeaban algunos dirigentes de su partido y dejó el campo despejado para dirigir al PSOE por la senda clásica de la socialdemocracia europea.Entre esos dos momentos de su biografía política, Felipe González fue el primer responsable de la refundación de un partido histórico sobre dos supuestos a los que, desde entonces, no ha renunciado. González nunca ha consentido organismos de dirección concebidos como órganos de representación en los que tuvieran lugar garantizado personalidades, tendencias o facciones del partido. La idea central de la refundación realizada durante aquellos cinco años fue que las comisiones ejecutivas debían ser coherentes, homogéneas. El recuerdo de la ruina a la que condujo la quiebra de la unidad socialista en 1935, añadido al espectáculo de la continua brega entre barones que acabó por destrozar a UCD, confirmaron al secretario general del PSOE en su propósito de dirigir al partido desde ejecutivas que se expresaran con una sola voz.

La segunda exigencia en la que Felipe González se mostró entonces intratable fue la de no ceder ni un milímetro ante quienes le proponían, algunos desde dentro del mismo PSOE, liderar un proceso de unidad que culminara en una especie de confederación de partidos socialistas. Con la gota de sangre jacobina que siempre ha corrido por las venas de la izquierda española, González propugnó una sola organización, un solo congreso y rechazó sin titubeos la reconstrucción del PSOE sobre bases confederales. El PSOE, como gustaba decir entonces su secretario general, habría de ser una organización coherente, disciplinada, sin fisuras.

Una comisión ejecutiva homogénea y un partido sin fisuras: tales fueron las opciones políticas a las que sujetó Felipe González su acción entre 1974 y 1979. Si ese tipo de dirección y ese modelo de partido reportaron al socialismo español más fracasos que logros no es cosa que ahora importe. Lo que importa es constatar que González, desde el mismo momento de su irrupción en la política socialista, no aguanta ejecutivas repartidas en facciones ni secretarios regionales convertidos en reyezuelos de taifas. Si el partido se adentrara por esa doble dirección no sería su partido, sino otra cosa con la que no querría tener nada que ver: un partido enzarzado en una gresca permanente en su centro y movido por una incontenible fuerza centrífuga en su periferia.

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Ahora bien, ésos son precisamente los dos rasgos que han caracterizado la vida del PSOE desde que se quebró hasta romperse su unidad en la cima, esto es, la coalición González-Guerra. La comisión ejecutiva salida del último congreso, y saludada alborozadamente por algunos lúcidos comentaristas como ejemplo de integración, estaba bien lejos de ser homogénea y no ha funcionado como ese órgano coherente que siempre ha sido el objetivo de González. Además, y como producto de esa división en la cima, el PSOE ha sufrido una especie de vaciamiento de poder en el centro, compensado inevitablemente por un ascenso de poder en las periferias. Los secretarios generales de los partidos regionales han comenzado a comportarse de hecho como secretarios de partidos confederados.

González y el núcleo de la actual dirección más cercano a sus posiciones pretendieron detener esa marcha hacia el fraccionalisino en la cima y la desagregación en la base con una doble iniciativa: liberar a la comisión ejecutiva del lastre de Guerra y de su gente -verdadero peso muerto para cualquier intento de elaboración de un nuevo discurso socialista- y acomodar para los secretarios regionales un nuevo órgano de dirección situado entre la ejecutiva y el comité federal. Naturalmente, la doble iniciativa de prescindir de Guerra y contener a los barones tenía que legitimarse con un discurso de la renovación: dirigentes del partido procedentes de generaciones más jóvenes y un porcentaje sustancial de mujeres debían acceder a una ejecutiva menos numerosa y más cohesionada. Como garantes de esta operación, el mismo Felipe González y un contado número de sus más cercanos colaboradores se mantendrían en sus puestos para revalorizar la homogeneidad de la dirección central e impedir que las fisuras se convirtieran en grietas.

Esta operación, en los términos en que había sido concebida, ha abortado. La gente de Guerra se echó literalmente a la calle para movilizar a la opinión y a los delegados al congreso contra una salida que juzgaban un crimen perpetrado por unos conspiradores de pacotilla. Por el otro lado, los secretarios regionales mostraron algo más que una lógica renuencia ante la posibilidad de verse confinados a un consejo político de inciertas atribuciones. Guerra y su gente querían mantenerse en el centro del poder, como confesaba patéticamente Txiki Benegas cuando recordaba su relativa juventud -sólo 48 años- y su abundante experiencia. Algunos secretarios regionales amenazaron, por su parte, con no ir al consejo político si eso significaba abandonar la ejecutiva. Entre la ofensiva de unos y las reticencias de otros, el diseño de la renovación ideado por González y sus afines comenzó a hacer agua por todas partes.

Y es en este punto donde Felipe González muestra otra vez su genio político segando la hierba bajo los pies de Guerra y de su gente y dejando desnudos a los barones que habían expresado su malestar por la obligada salida de la comisión ejecutiva. Nadie tiene ahora legitimidad para reivindicar su presencia en la ejecutiva en función de los méritos acumulados durante largos años de servicio. Todo está abierto. Sólo que, con su renuncia y su impecable discurso, Felipe Gonzalez crece de estatura ante los delegados y se mantiene políticamente vivo, a la par que de un elegante manotazo se desprende del fardo de Alfonso Guerra. Lo que vaya a ocurrir en las próximas horas no podrá ser ya mera repetición, camuflada por una retórica vacía, de lo que ha ocurrido desde 1974. Con su renuncia, González lleva una historia de más de veinte años a su punto de ruptura y abre otra vez, y es la tercera, nuevas posibilidades, nuevos riesgos también, al partido socialista.

Santos Juliá es catedrático de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales en la UNED, autor de Los socialistas en la política española. 1879-1982.

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