La cultura, arma arrojadiza
Pocas cosas hay tan confusas y tan difusas en el paisaje del espíritu actual como el problema de la cultura. Quien se adentre por los vericuetos de las definiciones, a buen seguro que saldrá desorientado; es decir, sin norte. Esta falta de brújula segura obliga a transitar por sendas extrañas y a navegar sin salirse apenas del punto de partida. De nada vale la crítica filosófica o las más diversas clases de especulaciones, sean de tipo formal o material. Tampoco nos sirven las elucubraciones de sesgo antropológico que en el primer tercio del siglo agonizante pusieron en primer plano los esfuerzos de Scheler o de Plessner.Es notable y sumamente curiosa la afición de la gente por los temas nebulosos y, por eso mismo, difíciles. La cultura, pues, está en auge y otorga a quien en ella se instala una excepcional y superior carta de nobleza. Estamos en pleno reinado de la cultura animi y, por ende, nos bañamos en las aguas de los tempora cultiora. Unas aguas nada tranquilas y, por descontado, nada limpias. En las cuestiones creadoras, en su manejo, falta el rigor, falta la exigencia -la autoexigencia, naturalmente- y anda ausente la claridad. Cultura, según se nos manifiesta todos los días en libros, breves ensayos y artículos periodísticos, equivale a embrollo mental; en definitiva, a panorama sin horizonte. De ahí la repetición constante, la insistencia en determinados juicios -siempre los mismos-, la esclerosis del pensamiento. Y de ahí, también, la abrumadora impresión de monotonía, de falta de dinamismo suscitador.
Para comenzar a no desviarnos será menester partir de una base cierta: la cultura no es una realidad que pueda comprimirse en un determinado haz de palabras. Es una objetividad sin bulto propio, sin perfil apresable y palpable. Algo que está más allá -o más acá- de cualquier saber concreto. No es, no puede ser solamente asunto de libros, de saberes profundos y un tanto esotéricos. Si en eso consistiera su sustantividad dejaríamos al margen, dejaríamos extramuros nada menos que toda la cohorte de trabajadores no intelectuales que son parte importante, parte esencial de la cultura de un pueblo. La cultura, según yo pienso, es un sistema en el que juegan un papel decisivo las aceptaciones y los rechazos de la colectividad. La cultura es un entramado axiológico. Una interrelación de valores, en cuya interioridad actúan las costumbres, las tradiciones y asimismo, ¡cómo no!, las aportaciones de la mente y de la sensibilidad.
Consecuencia: la cultura "no se hace", no es el fruto de una preparación, como pueda serlo, por ejemplo, la de una tesis doctoral. La cultura es un transitar de la criatura humana por sus ultimidades. Sépalo o no lo sepa. Entendidas así las cosas, tan culto puede ser un grave investigador como un labriego analfabeto. Pero en esta faceta del problema no voy a entrar ahora.
No se improvisa la cultura. Tampoco admite amaños. A este respecto, yo recuerdo haberle oído contar a Ramón del Valle Inclán una anécdota -imaginada o real, que eso es lo de menos- a propósito de un tipo que deseaba construirse una sólida cultura. El individuo se hizo socio del Ateneo, y allí, en la biblioteca, dedicó horas y más horas a la lectura de las obras fundamentales que le habían sido recomendadas. Y un día aconteció esto tan notable: entró apresuradamente en el salón de las tertulias y, dirigiéndose al genial escritor gallego, exclamó, presa de fuerte emoción: "Don Ramón, don Ramón, ¿ha visto usted cómo viene Aristóteles zumbándole a Platón?".
He aquí el secreto, el definitivo secreto de la estimativa cultural de nuestra época: la apresurada falsificación. Y así nace, emerge y campa por sus respetos la figura del intelectual adulterado. El hombre de letras desprovisto del sentido de la responsabilidad intelectual que, en vez de crear, lo que lleva a cabo son simulacros, chapuzas, confundiéndolo todo y tomando el rábano por las hojas. Ni Aristóteles le zumbaba a Platón ni eso era lo nuclear, supuesto que existiera, en la historia universal del pensamiento.
El cultivo de la mente y de la sensibilidad jamás abarcará la realidad humana en su absoluta complejidad. Cada uno de nosotros, si es honrado, va pacientemente labrando su intimidad. El resultado es, a la postre, una creación. De ahí que los saberes no puedan armarse de la noche a la mañana como se arma un mecano. Los saberes necesitan tiempo. Y tiempo ¿para qué? Tiempo para convertirse, a fuerza de lentas infiltraciones, en sustancia específica. La cultura supone asimilación, química recóndita en la que juegan como reactivos la vocación personal y los ácidos del estudio. La cultura es un sedimento, y los sedimentos necesitan vagar cronológico para constituirse.
Mas nos encontramos en la tesitura común de que no se leen libros, y cuando cobra efectividad, lo que prima es la prisa, incluso ante las páginas ingenuas de la más simple de las novelas. Y no digamos nada si nos encaramos con los volúmenes dedicados a la alta especulación metafísica. Cualquier lectura reclama, cuando menos, un mínimo de atención, que es, en última instancia, la forma educada de trato con el autor. La lectura es una especie de pugilato, de lucha incruenta entre el escritor y el que lee. Por eso hay siempre un vencedor y un vencido. Si no aparecen ni el uno ni el otro, lo que hay es otra cosa insufrible: aburrimiento. En el que nos sumergimos, nos ahogamos fatalmente por obra de tres factores: la banalidad, la imitación, el pastiche y, en ocasiones, la autoimitación.
No. El cultivo del espíritu, la cultura, no ofrece facilidades para lo artificioso. Y sin duda el mayor artificio consiste en el urgente afán de apropiársela inmediatamente. Dicho de otro modo: la apurada asunción de la cultura equivale al equívoco gesto de adornarse con joyas mal puestas y exhibidas atropelladamente. Todo eso suena a falso. El similor no es precisamente el oro y no puede engañar más que a los incautos o a los desaprensivos.
¿Para qué, pues, se editan tantos libros que nadie va a leer? Dejemos a un lado el aspecto económico e insistamos: ¿para qué ese apuro por publicar volúmenes y volúmenes en una especie de tour de force entre unos y otros? Cualquiera diría que la cultura entró en frenesí, en hervor incontrolado. O lo que es lo mismo: que hay una cultura viva, abundante, chorreando saberes y derramando emociones literarias. La impresión, al menos la mía personal, es la de ausencia de originalidad, la de iteración, de monótona iteración. O de sensacionalismo, que, por descontado, queda fuera de todo sentido trascendente.
Insistamos: no se leen libros. Hablo en general, como conducta dominante. Editoriales hay de gran prestigio y con miles y miles de buenos aficionados a la lectura y al libro bien presentado. Y los libros que inútilmente se publican, ¿qué función cumplen? Sencillamente, la de combatir al de enfrente. Por eso no son, en realidad, libros. Son proyectiles. La obra espiritual se degrada en estrategia bélica. Como cuando Aristóteles venía zumbándole a Platón.
Tu suscripción se está usando en otro dispositivo
¿Quieres añadir otro usuario a tu suscripción?
Si continúas leyendo en este dispositivo, no se podrá leer en el otro.
FlechaTu suscripción se está usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PAÍS desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripción a la modalidad Premium, así podrás añadir otro usuario. Cada uno accederá con su propia cuenta de email, lo que os permitirá personalizar vuestra experiencia en EL PAÍS.
En el caso de no saber quién está usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contraseña aquí.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrará en tu dispositivo y en el de la otra persona que está usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aquí los términos y condiciones de la suscripción digital.