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Sami Naïr

Las elecciones del 25 de mayo y del 1 de junio en Francia no buscan sólo proporcionar -en una coyuntura que se supone favorable- al presidente Jacques Chirac el control de su política hasta el año 2002 y evitar así una incierta cohabitación con la izquierda a partir de 1998, sino que tienen un sentido más fundamental: están dirigidas a acabar definitivamente con la ambigüedad surgida de las condiciones en las que se desarrollaron las elecciones presidenciales de 1995. No se trata de la tercera vuelta de las presidenciales, sino de una auténtica primera vuelta en un contexto en el que Chirac ya no tiene enfrente a Balladur. En 1995, Chirac tuvo que recurrir a una retórica populista para debilitar y finalmente vencer a su rival de la derecha, convertido en adversario tras dos años de cohabitación. Hoy basta con echar un vistazo al programa electoral común de la UDF (Unión Democrática Francesa) y del RPR (Unión por la República) para darse cuenta de que esa retórica ha fracasado: han desaparecido la enérgica denuncia de la "división social", la crítica a las élites, el euroescepticismo, la promesa de un referéndum para el paso a la moneda única... De hecho, se trata de un programa que enlaza la política de Juppé de hoy con la de Balladur de ayer. Para llevar a la práctica una orientación común para la derecha -adaptación del sistema social francés a la Europa liberal- es necesario, pues, cerrar el paréntesis populista abierto en 1995.La paradoja no acaba aquí. La izquierda socialista, cogida a contrapié, está hoy obligada a hacer la misma campana que Chirac en la primera vuelta de aquellas presidenciales de 1995. El acuerdo firmado entre el PS (Partido Socialista) y el PC (Partido Comunista) invoca las promesas que Chirac no ha cumplido, los perjuicios de la división social, las incertidumbres de la construcción europea y, apoyándose en los recientes movimientos sociales, propone la reactivación económica mediante el consumo y la reducción de la jornada laboral contra el paro. Pero la diferencia entre la derecha y la izquierda está clara: la primera sabe lo que quiere (una Francia neothatcherista en una Europa liberal); la segunda se busca a si misma, avanza retrocediendo, duda, espera. Es cierto que la apatía que se advierte en su campaña tiene sus razones: la misma derrota no sería una catástrofe.La izquierda, sin un proyecto realmente nuevo, siendo más numerosa en la Asamblea Nacional, sin tener que enfrentarse a las crisis que provocarán las medidas de rigor impuestas por los inminentes compromisos europeos y, por último, al preservar a su candidato de cara a las próximas presidenciales, no sufriría por un chasco honroso. Es más: un fracaso en una posición de fuerza política sería más rentable que una victoria en una posición de debilidad institucional.

Pero pase lo que pase, estas batallas políticas no deben ocultar lo esencial: la actual crisis social es, sin duda, una de las más graves que haya conocido Francia desde la II Guerra Mundial. Ningún partido, ninguna organización, ningún movimiento parece querer ver la auténtica dimensión de esta crisis. ¿Han llegado incluso a diagnosticarla? No es seguro. En la Francia actual se dan dos tendencias sociológicas que, a falta de un verdadero proyecto de integración, toman direcciones peligrosamente opuestas. Por un lado están las nuevas capas de asalariados, surgidas de los grandes cambios tecnológicos de 1975 a 1990, más o menos integradas dentro del proceso productivo, proeuropeas, demócratas y con una proximidad cultural con las élites financieras internacionalizadas; por otro, las viejas capas medias y la gran mayoría de las capas trabajadoras que sufren la precariedad, oprimidas por las exigencias de la integración europea, golpeadas por la desindustrialización, víctimas propiciatorias de todas las políticas de austeridad. Mientras las primeras se identifican desde mediados de los años ochenta con el discurso conservador o social-Iiberal, las segundas se vinculan bien a la demagogia populista xenófoba de la extrema derecha, bien, gracias a la pervivencia de las tradiciones republicana y de la cultura social del movimiento obrero, a los partidos de izquierda. La espera de una definición electoral, la relevancia cada vez mayor de un voto coyuntural no ligado a una identidad de partido, la antipatía a los programas estereotipados, la desconfianza hacia los profesionales de la política, son síntomas de esta, dualidad progresiva del sistema social. La disociación de intereses entre estas dos corrientes se centra en la doble cuestión del papel del Estado en la sociedad y al de Francia en Europa. Los mediadores entre los espacios políticos y sociales -partidos, organizaciones de masas, corporaciones...- tienen hoy problemas surgidos de esta tensión sociológica. Pero todo hace pensar que sólo la extrema derecha ha sabido utilizar los conflictos que de ella se derivan: su demagogia radicaliza esa tensión al proponer sustituir el Estado social por uno económicamente liberal y políticamente ultraautoritario y, en lo que respecta al papel de Francia en Europa, por un nacionalismo xenófobo. Estrategia transclasista por excelencia, que satisface tanto la necesidad de conservar los privilegios de las capas integradas como la amarga rebeldía de los grupos desestabilizados.

Frente a esta situación, las actuales maniobras electorales parecen especialmente insignificantes y los programas dramáticamente ineficaces. Lo que está en juego a través de esta dualidad es tanto el futuro de las relaciones sociales como el del vínculo nacional en el contexto de la mundialización. Pero ni el énfasis en la necesidad de adaptación al sistema mundializado para justificar la precariedad progresiva del empleo ni la invocación ritual de la defensa de la nación cuando se hace una política que la arruina son respuestas pertinentes. Para los que no se resignan a ver cómo la extrema derecha neofascista crece de día en día, esta situación exige responder a unas preguntas fundamentales: ¿cómo luchar contra la destrucción del modelo basado en la integración social, en el empleo, en el rechazo a la precariedad (la precariedad es el crisol de un aumento sin precedentes de la dominación humillante en un mundo no solidario)? ¿Cómo reformar el sistema fiscal para limitar los terribles efectos del capitalismo financiero y dar consistencia a la igualdad republicana? ¿Cómo reequilibrar el sistema institucional para adaptar la expresión democrática de soberanía popular a la creciente complejidad social? ¿Cómo defender el modelo republicano francés en la ineludible formación de un conjunto europeo? Preguntas que pueden resumirse en una: ¿cómo reconstruir la idea del bien común más allá de la profusión de intereses individuales originados por la civilización democrática?

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No se trata sólo de la necesidad de cambiar las prácticas políticas, sino de algo mucho más profundo, de una redefinición que cree valores políticos comunes -sociales, nacionales y universales-. La campaña electoral de 1998 prometía ser un momento importante para esta toma de conciencia ciudadana. Era la ocasión idónea para dotar de contenido a la participación cívica. Al adelantar el calendario, la actual mayoría teme ese debate. Sin embargo, las cosas están claras: entre su programa, encaminado a restaurar un balladurismo sin Balladur, y el de la izquierda, incierto en su búsqueda, pero abierto hacia el futuro, los electores están obligados a elegir con rapidez y dejar luego la cuestión a los especialistas. El voto a la izquierda no significa, pues, sólo apostar por el debate democrático, sino también castigar con severidad esta maniobra política.

Sami Naïr es profesor de Ciencia Política en la Universidad de París VIII.

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Sami Naïr
Es politólogo, especialista en geopolítica y migraciones. Autor de varios libros en castellano: La inmigración explicada a mi hija (2000), El imperio frente a la diversidad (2005), Y vendrán. Las migraciones en tiempos hostiles (2006), Europa mestiza (2012), Refugiados (2016) y Acompañando a Simone de Beauvoir: Mujeres, hombres, igualdad (2019).

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