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No disparamos contra el jurado; nos defendemos de él

Del inteligente magistrado del Tribunal Supremo José Antonio Martín Pallín hemos aprendido y seguiremos aprendiendo mucho quienes cultivamos las ciencias jurídicas. Pero a más de un amigo suyo nos han extrañado algunas de sus opiniones en este diario (EL PAÍS, 19 de marzo) bajo el título Disparan contra el jurado, cuando defiende el jurado puro tal y como se regula en la Ley Orgánica 5/1995, de 22 de mayo.Según él y otros partidarios de su tesis, los miembros del jurado puro tienen capacidad suficiente para captar y juzgar los hechos punibles que resulten del sumario, sus elementos materiales y morales / intencionales, y tienen capacidad para valorar los elementos probatorios que les han sido exhibidos a lo largo del juicio, sin necesidad de que sean asistidos y tutelados por jueces técnicos que les expliquen cómo y en qué medida se debe dar valor a la declaración de un testigo o a las explicaciones de un perito.

Permítaseme discrepar de estas consideraciones de Martín Pallín, aunque merecedoras de reposado comentario. No disparamos contra el jurado; nos defendemos de él, porque estamos convencidos -y la experiencia nos lo confirma- de que un mal jurado hace más daño que un delincuente; aboca a repetidas macrovictimaciones, lo frontalmente opuesto al moderno derecho penal, el humanitario, el protector del delincuente, pero más protector de las víctimas.

Opino como los especialistas alemanes, franceses, italianos, etcétera, que han conseguido que sus respectivos países abandonen el jurado puro y pasen al jurado de escabinos. Opino que nueve ciudadanos desconocedores de los complicados progresos de las ciencias jurídicas, sociológicas, psicológicas, epistemológicas, etcétera, que confluyen y se requieren en la técnica / arte de juzgar y condenar o declarar inocente a una persona acusada de haber cometido un delito (de haber matado a dos policías, como en el reciente caso de Mikel Otegui), no están capacitados para entender todo el problema, y menos aún para decidir una solución justa que respete y también desarrolle los derechos de los infractores, pero más aún los de las personas que directa e indirectamente han sufrido los daños del crimen.

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La inmensa mayoría de los ciudadanos (sin menoscabo alguno de su dignidad) ignoran el lenguaje y los conceptos que a lo largo de los siglos se han ido elaborando en el campo de la dogmática penal. Pero, en los umbrales del tercer milenio, sin dogmática no hay derecho penal, y sin derecho penal no cabe administrar justicia. Por semejantes motivos, todos sabemos que hoy, sin ciencia médica, no hay hospitales; los curanderos quedan fuera. Y, desde luego, no participan en los comités de ética médica. (Discúlpeme el lector si exagero en la comparación).

Quien estudia la normativa que delimita el campo de percepción y de decisión que corresponde a esos nueve protagonistas comprenderá que tales improvisados "jueces" (investidos del poder supremo del Estado para decidir si se le castiga al presunto delincuente con penas severísimas) muchas veces se encuentran en una situación trágica: deben resolver graves interrogantes, aunque no comprendan ni las premisas ni las palabras de la pregunta. Tampoco perciben con objetividad axiológica las trascendentales consecuencias de su decisión. Aquí nos referimos principalmente a dos artículos de nuestra ley, el 46 y el 54. Basta su lectura para comprobar que con frecuencia surgirán obstáculos insalvables. El artículo 46 faculta a los jurados para dirigir, mediante escrito, a testigos, peritos y acusados las preguntas que estimen conducentes a fijar y aclarar los hechos sobre los que verse la prueba. También se pide que se constituya el tribunal en su integridad, con los jurados, en el lugar del suceso para la prueba de inspección ocular. Y añade que podrán ser exhibidas a los jurados las diligencias remitidas por el juez instructor, etcétera. Estas múltiples y complejas cuestiones difícilmente pueden entenderlas (y menos aún solucionarlas) personas sin preparación alguna específica, con sólo el sentido común.

Nuestra ley da por supuesto que el presidente suplirá las deficiencias que se derivan del desconocimiento técnico del derecho mediante unas instrucciones. Como si, con esas explicaciones de unas horas o, a lo más, un par de días el presidente pudiese enseñar a nueve ciudadanos "legos" lo que algunos estudiantes consiguen aprender a lo largo de cinco cursos de licenciatura y algunos años de preparación de oposiciones... y posteriores cursos de actualización que el Consejo General del Poder Judicial considera necesario organizar con asiduidad en Madrid y en las diversas comunidades autónomas.

Probablemente, más de un jurado, después de escuchar al presidente sus instrucciones, piense lo que Sancho Panza al finalizar Don Quijote sus segundos consejos antes de que fuese a gobernar la ínsula Barataria: "Señor, bien veo que todo cuanto vuesa merced me ha dicho son cosas buenas, santas y provechosas; pero ¿de qué me van a servir, si de ninguna me acuerdo?".

Al leer el texto legal y al reflexionar sobre las experiencias españolas, europeas y norteamericanas deducimos que, en realidad, nuestro jurado puro introduce un elemento retardatario; nuestra Administración de justicia actuará con más costo y con más lentitud. Recordemos que las tres asociaciones de jueces existentes en España coinciden en alarmarse al detectar este cáncer de la lentitud excesiva.

Además, lo que resulta más perjudicial y lesivo: el jurado puro instaura una justicia alternativa en paralelo y/o en oposición a la de los jueces y magistrados de carrera, a que se refiere el artículo 122 de la Constitución. Para entender y controlar un sistema, según afirman los especialistas, hace falta el análisis y la intervención de un sistema superior. Para controlar al controlador no acudamos a cualquier ciudadano con el único requisito de "saber leer y escribir", como establece nuestra ley.

Lógicamente, muchos miembros del jurado perciben sólo lo superficial, lo fenoménico (no lo nuclear y decisivo) de los problemas jurídicos "con referencia a los hechos y delitos recogidos en el escrito que se les entrega" (artículo 54, número 2); ignoran la ciencia, el arte y la técnica para descifrar y descodificar los complejos datos externos y objetivos que se les presenten. Karl Popper y John Eccles, premio Nobel por sus investigaciones sobre el cerebro humano, en su libro El yo y su cerebro, coinciden, con nuestro poeta Pedro Salinas, en repetir cuán difícil es "ver lo que veo": "¿Es lo que veo el río, o es el río? / ¿Soy yo los dos amantes, o son ellos?".

Por limitación de espacio indico solamente un aspecto de los enigmas hermenéuticos en nuestro mundo judicial. Me refiero a la cada día más innovadora ciencia / técnica interpretativa de las normas legales y de los datos fácticos. Las ciencias jurídicas, como las físicas, merecen nuestra confianza más que el simple sentido común. Se ha rebasado ya la fe en la mera constatación objetiva por la captación sensorial prekantiana. En nuestros días, quien juzga una muerte violenta ha de conocer el "círculo hermenéutico" y virtual; es decir, la interactividad del sujeto cognoscente con el objeto conocido.

La Ley del Jurado desatiende este alto nivel de exigencias que hoy se requieren para poder empezar a "conocer e interpretar" los hechos; sigue admitiendo la hace ya muchos años superada metodología cartesiana. La cultura de la "posilustración" resulta indispensable para dilucidar si el acusado actuó con o sin culpabilidad penal. Este terreno se encuentra minado por mil prejuicios, presentimientos y preconceptos que necesitan ser auscultados y desvelados con ciencia / técnica (¿posfreudiana?) de precisión.

Si se toman en consideración estas y otras reflexiones de los eruditos, cabe formular dos conclusiones. La primera, para pedir que la competencia del jurado se limite a sólo los delitos cometidos por los funcionarios en el ejercicio de sus cargos. Respecto a los demás delitos, parece suficiente que intervengan asociaciones no gubernamentales, más o menos privadas, autorizadas para cumplir las misiones que corresponderían al jurado. En otros países, estas asociaciones colaboran positivamente con la administración de la justicia. Trabajan con más rapidez y menos gastos que nuestro jurado.

En la segunda conclusión reitero que los sólidos argumentos que Martín Pallín y otros colegas aducen a favor del jurado puro en España no llegan a convencerme. Pienso y siento que nuestra Ley del Jurado ha metido a nueve personas dentro de un laberinto más enigmático que el construido por Dédalo, en Creta, por encargo del rey Minos. Para salir del laberinto, los jurados necesitan, como Teseo, un hilo de Ariadna que les indique por dónde llegarán a la salida: ese hilo de Ariadna son los jueces técnicos que entran a formar parte del jurado mixto o escabinado para a los otros miembros, los legos en derecho, aclararles los problemas científicos que lógicamente desconoce la inmensa mayoría de los ciudadanos.

Antonio Beristaín, SJ, es director del Instituto Vasco de Criminología.

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