Guerra económica
Uno de los avances más notables del conocimiento humano ha sido comprender la diferencia esencial entre el comercio y la guerra. Los columnistas, ignorantes, las patronales miopes, los sindicatos temerosos, conciben la competencia comercial como una batalla, incruenta sí, pero igualmente cruel y excluyente en sus resultados. Craso error. Aunque parezca que la lucha entre competidores es cuestión de conquistar cuota de mercado, pactar ventajas comerciales, derrotar al rival, y alcanzar por fin un poder omnímodo, esta representación bélica de la vida económica es una tontería digna sólo de marxistas recién destetados de la lucha de clases y de mercantilistas Anorantes de exclusividad nacional.Acabo de leer la historia de los 60 años de conflicto entre los Países Bajos y la Corona española escrita por Jonathan Israel con el título de La república holandesa y el mundo hispánico (1606-1661). El libro no está vertido en el molde común, militar e ideológico, de los relatos clásicos, sino que completa la historia diplomática con una detallada atención a las peripecias económicas. El enfrentamiento no tuvo como causa primordial el choque entre calvinismo y catolicismo ni tampoco cuestiones de reputación y soberanía. La lucha, muestra el profesor Israel, estuvo movida por razones comerciales. En aquel tiempo no se concebía que una nación pudiera prosperar comercialmente si no conquistaba mercados en exclusiva. Ni castellanos ni portugueses (estuvieron unidos hasta 1640) podían consentir que los neerlandeses estableciesen factorías en las Indias occidentales y orientales, ni los holandeses concebían otra manera de comerciar que no se apoyara en una potente marina de guerra y unas poderosas fortalezas coloniales. La ventaja del comercio se conseguía siempre a costa de otra nación mercantil. En el siglo XVII pensaban que no podía haber verdadera ventaja comercial sin el monopolio estatal apoyado en la fuerza de las armas.
Creo no equivocarme, mis queridos lectores, al decir que la mayor parte de ustedes viven aun en el 1700 en su concepción del beneficio del comercio: ven el progreso de naciones, rivales como una amenaza (por ejemplo, la expansión ecónómica de China); creen que lo más importante es fomentar las exportaciones (de aceite de oliva) y limitar las importaciones (de coches japoneses y coreanos); ven la pérdida del monopolio como una catástrofe (para Telefónica). Como, son tan pragmáticos y tan conocedores de la vida real, aún curan las fiebres con. sanguijuelas.
Los economistas clásicos de los dos siglos siguientes, el XVIII y el XIX, contribuyeron con dos descubrimientos capitales al bienestar de la Humanidad: por un lado, descubrieron que la actividad mercantil se basa en el beneficio mutuo de consumidores y productores, y por otro, hicieron ver que .la competencia entre productores también beneficia a éstos. Es decir, subrayaron que, cuando el contrato es voluntario, el beneficio obtenido por el vendedor no implica una pérdida, para el comprador ni viceversa: si no ganaran ambos, una de las dos partes no firmaría. Y también observaron que el incentivo de la competencia empuja a mejorar la productividad, incita a invertir, aguza el ingenio para inventar, lo que redunda al fin y a la postre en mayores ingresos y más alto nivel de vida para todos los productores que hayan andado despiertos. Por fin hicieron ver que, cuando un productor fracasa, ello no impide que pueda volver a empezar, porque la quiebra no es más que el reconocimiento contable de una mala asignación de recursos: estos recursos, los empleados, los edificios, las existencias, los equipos no quedan destruidos por la declaración de quiebra, sino sólo forzados a buscar empleo útil. ¡Extraordinarios descubrimientos! Si los castellanos, portugueses, neerlandeses y otras naciones coloniales lo hubieran sabido, habrían sustituido el enfrentamiento militar por la libre competencia económica y todos habrían ganado. Por eso hoy día se está imponiendo la libertad de precios, la, apertura de las fronteras y la globalización económica frente a los prejuicios de los pragmáticos... entre los que quizá se encuentre la ministra de Agricultura.
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