El intelectual de plastilina
¿Para qué sirve un Intelectual? ¿A qué tipología de actitudes de fondo responde? En un inteligente y divertido texto, una firma habitual en estas páginas rememoraba aquella especie de mapa astronómico que Giménez Caballero hizo en los años treinta. Los intelectuales o,si se quiere, Ias firmas"- aparecían en el cielo cultural de entonces organizados en galaxias informativas que correspondían a los periódicos en los que escribían. Si eso era verdad en aquellas fechas, todavía lo resulta más en los momentos presentes en los que da la sensación de que el intelectual debe ser, de forma necesaria, mediático. La solidaridad de la tribuna que se elige es muy superior a la del voto, llegado el momento de ejercerlo, porque se basa, más que nada, en el talante. La pretensión de reducir la posición de quien elige una tribuna -o es elegido por ella- a un interés empresarial es una rotunda necedad que la propia historia de la prensa española desmiente de manera rotunda. El Sol de Ortega no puede, por ejemplo, explicarse por intereses papeleros de sus dueños.Pero si la galaxia mediática da una pista sobre la tipología del intelectual no es menos cierto que los grandes modelos a los que suele corresponder siguen existiendo en el momento presente como en otras épocas. Responden no a un determinado modo de pensar, ni siquiera a la elección de un determinado púlpito, sino a actitudes vitales de fondo. Como mínimo se podría establecer un elenco de tres modos de ser intelectual, ahora y siempre.
Existe, en primer lugar, el profeta. En teoría lleva una vida agitada e incómoda patrocinando soluciones que la mayoría considera inviables o extravagantes pero que parecen encerrar promesas de futuro. En realidad, el intelectual profético vive más confortablemente arrellanado de lo que pretende. En aquel artículo famoso de Orwell, titulado Dentro de la ballena, se desvelaba la hipocresía de tanto protestatario que navegaba por el océano pretendiendo arrostrar todas las tempestades cuando, en realidad, estaba confortablemente protegido. Como el Jonás bíblico, se había instalado en un vientre cómodo e incluso hogareño desde el que las inclemencias del tiempo exterior apenas si llegaban como un eco amortiguado por las gruesas capas de la grasa del cetáceo. Sin duda el profeta cree que sabe pero, en puridad, lo suyo es una fe religiosa. Apoyado en una especie de patriotismo del desarraigo no tiene por qué tomarse la molestia de interpretar la realidad que siempre acaba adaptando a sus principios. A Jonás, en realidad, le importaba poco que se hundieran todos los barcos del mundo porque el mar y la piel del cetáceo le protegían. Hoy, para su desgracia, el intelectual profético está en clara decadencia porque la religión totalitaria se ha esfumado. Pero en el ultraliberalismo a veces brillan fervores parecidos, idéntico confort y parecida irresponsabilidad respecto de la aplicación práctica de sus ideas.
Los profetas decaen, sin duda, aunque no tanto ni a tanta velocidad como sería menester. Pero ¿qué decir de los exhibicionistas? Para cualquiera que conozca el pasado cultural de Occidente resultan viejos conocidos. Orwell también hizo un excelente retrato de ellos personificándolos en Dalí. Quizá fue injusto porque a su moralidad severa hasta la adustez le repelía la provocación por la provocación, y más aún si iba acompañada del talento. Convengamos al menos que no es Dalí quien quiere y que el situarse por sistema fuera de la norma sólo puede tener éxito en medios sociales y humanos de escaso caletre, dudosas lecturas y confusión galopante. Quiero decir que el género del Dalí apócrifo suele tener éxito en parajes esperpénticos como suelen ser los hispánicos. Hay quien después de pasar por el comunismo recaló luego en una especie de misticismo tibetano con citas de José Antonio Primo de Rivera y, tras predicar el apostolado de la droga en universidades de verano, ha acabado por asentarse en una conversión religiosa a no se sabe bien qué. La libertad del intelectual permite (y obliga a) cierto grado de experimentación, incluso no siempre con gaseosa. El narcisismo acrobático, en cambio, tiene mucho más que ver con la gimnasia mediática que con el pensamiento.
Todavía hay un tercer malvado en esta película. Escasos los profetas y reducidos los exhibicionistas a un circo acotado, llama la atención la frecuencia con la que uno se topa con el intelectual adaptativo. No tiene la pretensión de cambiar el mundo, como el profeta, ni se preocupa de piruetas, como el exhibicionista. Otea las circunstancias -en especial aquellas que presagian el futuro- y se suma con adhesión incondicional a lo que hay por el solo hecho de existir. Sumiso al poder político, miró hacia otro lado cuando los GAL empezaron sus tropelías, pero en privado no tenía inconveniente en aprobar con energía aquello, con tal de que "se hiciera bien". No le importa compartir páginas de prensa con fascistas irredentos y nadie le ha visto desgarrarse las vestiduras por aquella vergüenza ni por ninguna otra. Camus decía que el intelectual es un animal peligroso que traiciona con facilidad pero el adaptativo ni siquiera merece verbos tan rotundos. En realidad encuentra asiento en ese género de vaguedades inaprensibles que sirven para dar nombre al ambiente de un momento y resultan imposibles de perfilar y, menos aún, de convertir en doctrina. Hemos pasado del "socialismo autogestionario" de los años setenta a la "modernización" de los ochenta y ahora a un "liberalismo" que tiene la ventaja y desventaja de que lo compartimos todos y algunos abusan de él sin explicar en qué consiste. Si al intelectual adaptativo es difícil asirle en la doctrina, en cambio se le encuentra siempre en la ventanilla de la subvención. Construido de esa plastilina de los juegos infantiles aspira a administrar la ortodoxia del 96 como lo hizo con la del 82 y exhibe ostentosamente la huella que el poder político y social ha dejado en su superficie. Patocka citaba aquello de que los grandes cambios llegan con pies de paloma, pero el adaptativo los emplea en entrar de puntillas a figurar entre los corifeos del poder. Bien mirado, el intelectual adaptativo es el más frecuente y también el más peligroso.
¿No se podría pedir tan sólo un poquito más? Tampoco se trata de ponerse dramáticos y lanzar lamentos jeremiacos acerca del estado de nuestra cultura o nuestra vida intelectual. Pero ¿no resultaría exigible la posibilidad al menos de un mínimo de resistencia incondicional a las modas las extravagancias o los poderes de hecho? Ni siquiera se trata de que aparezca un sindicato de aguafiestas profesionales ni de que existan mártires flagelados por sus posturas inconmovibles. Pero es obvio que la convivencia que nos hemos dado se basa en una serie de valores que no se dan espontáneamente sino que necesitan ser recreados y robustecidos. Un intelectual debe estar comprometido con su inteligencia en el análisis y con su fuerza moral en el ejercicio del matiz y el equilibrio. Pero también debe practicar una cierta función distante y crítica a la vez. La sociedad española necesita de esas instancias de mediación. Y, por descontado, el adaptativo no sirve para ellas.
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