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Hostigar a los jueces

En un Estado de Derecho la última palabra corresponde a los jueces cuando surgen discrepancias en la aplicación de lo regulado por el otro poder (porque en realidad no hay otros dos, sino uno sólo), tanto entre ciudadanos como entre éstos y aquél.La experiencia nos dice que hay sujetos que tienden a abusar de otros, y que el poder político tiende naturalmente al abuso, en el sentido de no respetar las reglas que él mismo ha dictado. Aunque de una manera imperfecta, el juez es el único que puede restablecer el orden; y digo de una manera imperfecta porque los jueces no se pronuncian sobre todos los casos, sólo sobre los que se someten a su consideración, cuando alguien se queja. Sin embargo, esta posibilidad de que se le pueda pedir amparo ante cualquier tipo de abuso posible, hace del de los jueces un ingente poder. En realidad, el juez es la garantía de la vigencia de nuestros derechos, sobre todo cuando la estructura de los partidos ha hecho del control político institucional una caja vacía. El juez es, el último control de cualquier exceso de poder, público o privado, en una sociedad. De ahí la angustiosa necesidad de que sea independiente. Sin jueces independientes democracia es palabra vana, y los derechos, fundamentales o no, acaban por sermero sonido de campana. Se comprende que la extralimitación del poder (cualquiera, incluido el político democrático), busque el complemento del control sobre los ¡ueces, todos, algunos, o alguno en particular. Hay muchas maneras dep poner al juez de la propia parte: (comprarlo con la técnica burda del cohecho o con otras más sutiles que no, parecen compra, convencerlo con razonamientos, o utilizar la extorsión, la amenaza, la difamación u otras. Para el poder político lo más obvio es algún modo de control en su designación y, sobre todo, en su promoción).

El caso es que un buen funcionamiento del Estado democrático de derecho requiere una labor judicial a las alturas de la perfección. Ya sabemos que esto no es posible, pero debajo de la perfección hay grados de deterioro o imperfección, y cuando desciende demasiado nuestro bienestar como ciudadanos (algo que no se mide por el PIB), disminuye hasta desaparecer.

Vivimos momentos no muy buenos para los jueces, pues han llegado a sus manos, y para su desgracia, asuntos que otros poderes públicos, semipúblicos o privados quieren reconducir en su provecho. El poder político, sorteando la Constitución, y desde la Ley de 1985 que el Tribunal Constitucional declaró constitucional si se daban circunstancias que nunca se han dado, ha pretendido someter indirectamente determinadas instancias judiciales a la ley de la mayoría parlamentaria, por la designación, mediante promoción, de los más importantes tribunales españoles; pero esto y otras disposiciones no ha sido lo peor; lo peor ha sido la obstrucción a la justicia ejercida desde el poder y sus proximidades, y también en forma de crítica oficial, mientras observaba un farisaico respeto aparente; se comprende una vez más que el controlable pretenda sacudirse el control; una cierta ola de cinismo nos invade, en forma de proclamación de fe en los jueces ("creo en la justicia", "dejemos a los jueces hacer su trabajo", y otras perlas), mientras se adoptan los medios para que ese trabajo no pueda ser hecho a satisfacción.

No es qué los propios jueces no hayan colaborado en ocasiones en esa tarea antiejemplar, como cuando decidieron que la falsa atribución a un juez (Barbero, ¿quién se acuerda?) de una conducta o actitud delictiva era "una legítima expresión de la libertad de expresión y del derecho de crítica", pero también esa actitud es el resultado, en gran parte, de una presión ejercida, y que se hace clamorosa en medios de comunicación. Una cosa es trabajar con sentido de la responsabilidad, y otra hacerlo, en ciertos casos, cuando una lente de aumento, deformada además por el prejuicio y la ignorancia, acecha cada decisión judicial, por mínima o provisional que sea; el insulto, la acusación expresa o, lo que es más propio del tartufismo de esos medios, sugerida, caen sobre ellos, tanto ensalzados como denigrados en exceso, ejemplo de aquello que decía Eugenio D'Ors: una forma de matar es "hacer la vida imposible"; en este caso el trabajo judicial.

Otras veces son poderosos sujetos privados, poderosos para manejar medios y opinión. El espectáculo resultante es ofensivo para la sensibilidad del observador, algo así como los jueces en la picota, como mejor lugar del que impartir justicia, curiosa sede judicial. En esta situación, es milagroso que no tengamos una justicia mucho peor que la que disfrutamos. Y que no empeore.

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