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Nevó

Nevó y fue una bendición. Ya lo dice la sabiduría popular: año de nieves, año de bienes.También llovió y fue otra fortuna.

Llover y nevar viene a ser la misma cuestión: elemento sobre cero o bajo cero grados, líquido o sólido por tanto, agua en cualquier caso.

Agua -líquida o sólida- que cae del cielo y purifica la tierra. Primero la purifica, luego la fertiliza.

Cuanto existe procede del agua. El homínido evolucionó desde el pez, éste de la larva, la larva del huevo, el huevo surgió del agua. Los Vedas la llaman madre porque el caos primigenio era la pura mar envuelta en tinieblas. Los alquimistas consideran mágico ese proceso cíclico del estado gaseoso y la licuefacción que restituye al mar el agua evaporada. Sin embargo, la magia debió producirse antes, cuando se hizo la luz y se formaron los planetas y el agua empezó a cumplir su misión sublime y dio en circular por la naturaleza con forma de mares, lagos, ríos, bolsas y canales subterráneos, lluvia y nieve por sus espacios aéreos, vivificándola.

Nevó -unos días hace- y la nieve vivificó esta Comunidad de Madrid tantas veces reseca. Nevó mucho y los madrileños no nos lo acabábamos de creer. Nevó como hace años que no nevaba. Nevó para dar y tomar.

También llovió y, juntas las aguas de las lluvias con las del deshielo, pusieron a rebosar pantanos y acuíferos. El agua divina nos ha dejado surtidos para un par de años; acaso más.

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Bien es cierto que no nevó ni llovió a gusto de todos. Bien es cierto que, por mor del meteoro, multitud de ciudadanos lo pasaron francamente mal.

El agua y la nieve no tenían la culpa de nada, en realidad. Tenían la culpa -antes bien- aquellos con responsabilidades públicas que no supieron reaccionar ante los efectos añadidos de la nieve y el agua.

Tampoco es que nevara a la manera de Siberia ni que lloviera como cuando enterraron a Zafra. Cayó lluvia copiosa, la nieve cuajó; eso es todo. Y cual si en lugar de ser elemento purificador que el cielo envía fuera maldición bíblica, sobrevinieron severas perturbaciones y desacatos.

Una cantidad notable de municipios y de urbanizaciones serranos se quedaron sin servicio eléctrico y telefónico. Las instalaciones respectivas no resisten -al parecer- el agua líquida-sólida si llega generosa y franca.

Sin teléfono, sin luz, sin calefacción, quizá sin cocina y sin la baraja de electrodomésticos propios del hogar, gran cantidad de ciudadanos hubieron de soportar temperaturas extremas, racionarse los alimentos, conservarlos según Dios les diera a entender, renunciar a comunicarse con quien pudiera abastecerles y con quien debía protegerlos.

Tampoco procedía constituirse en comando suicida y salir a la descubierta. La Dirección General de Tráfico emitía comunicados alarmantes: que nadie coja el coche, menos aún circule por las carreteras. Algunos de esos comunicados matizaban: salvo en caso de necesidad; y otros: ni siquiera en caso de necesidad. Y al oírlos, los madrileños creían que ya era llegado el Apocalipsis.

Se supo luego que no en todas partes llovió y nevó por igual. En determinados parajes, la nieve ni siquiera llegó a cuajar y hubo carreteras expeditas. Pero, ignorándolo, nadie osaba moverse, no fuera a tener un sinsabor.

Quienes necesitaban viajar, la gente preocupada por los familiares que se marcharon de vacaciones -miles de cuitados ciudadanos al fin-, padecieron incertidumbre y angustia. Sin motivo real a lo mejor, porque donde estaban no ocurría nada.

Las instalaciones eléctricas y telefónicas no aguantan un meteoro en forma -quizá inusual pero absolutamente normal- sin venirse abajo; las autoridades tampoco, sin perder los papeles. En este país cualquier alteración de la rutina se convierte en problema: hasta el agua y la nieve; hasta el aire que se respira. Éste sigue siendo el país de la chapuza y de la incompetencia. Éste sigue siendo el país donde casi nada vale lo que cuesta. Este sigue siendo un país de carros y carretas. A ver, esos responsables de la electricidad, del teléfono y del tráfico: que comparezcan y saluden a la afición.

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