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Tribuna:DEBATE SOBRE EL EMPLEO (y 2)
Tribuna
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¿Hay que reformar el mercado de trabajo?

Las posiciones sobre los costes de despido se mueven entre dos extremos: considerar que los actuales no son especialmente protectores del trabajador y desear que los costes de rescisión sean nulos. Creo que ambos extremos son incorrectos. Los costes de despido español son elevados. La indemnización legal por despido procedente se sitúa en los valores medios de la UE, pero la correspondiente al despido improcedente es de las mayores de la UE.La evidencia que muestra la economía española es favorable a la hipótesis de que los costes de ajuste del empleo son elevados -el empleo muestra una inercia significativa- y a la existencia de una correlación positiva entre costes de despido y crecimiento salarial. Evidencias adicionales en favor de la valoración de que los costes de despido son, en su conjunto, elevados, es que en periodos de crisis, lo primero que se reduzca sea el empleo fijo -cuando es posible todavía financieramente para las empresas- y cuando la crisis se acentúa se recurra al temporal, como sucedió en el bienio 1992-1993.

Unos costes de rescisión elevados tienen efectos negativos claros: favorecen la utilización de horas extraordinarias frente a la contratación de nuevos trabajadores, disminuyen el valor capital de las empresas dificultando su viabilidad e introducen rigideces en la organización interna del trabajo. Por último, en una economía con una tasa de paro como la española, el hecho de que los costes de despido aumenten el bienestar de los empleados pero disminuyan el de los parados al perjudicar sus posibilidades de empleo es un argumento a tener en cuenta.

Pese a estos aspectos negativos, sostener que los costes de rescisión óptimos son nulos es un error económico, además de un disparate político. La indemnización por despido constituye un seguro para el trabajador (empleado), de forma que la combinación salario-coste de despido siempre implicará que este último sea positivo en un acuerdo negociado entre las partes.

En resumen, tanto las cifras como el análisis económico parecen demostrar que los costes del despido improcedente son excesivamente altos en España, que ello eleva por encima de lo deseable los costes de ajuste de las empresas, afecta negativamente a la dinámica de negociación salarial, reduce en cierta medida el empleo medio y perjudica a los trabajadores parados (aunque beneficia a los empleados).

Si todo esto es cierto, la reducción de los costes de despido parece un objetivo deseable para la economía española.

¿Qué alternativas existen? Puesto que los costes de despido procedente parecen razonables y es grande la dificultad de justificar ante los tribunales que un despido por causas económicas es procedente, una primera vía sería la modificación de las causas del despido procedente.

Existe una gradación de alternativas:

1. Una primera sería considerar que todos los despidos, salvo los discriminatorios o que atenten a derechos fundamentales tutelables por los tribunales de justicia, sean procedentes. Esta postura podría apoyarse en la hipótesis de que un empresario nunca despide por gusto, o de forma arbitraria, pero se trata de una hipótesis muy extrema y, además, se perdería totalmente el principio de causalidad.

2. La segunda consistiría en ampliar la alternativa 1, incluyendo en la improcedencia la sustitución no causal de trabajadores equivalentes. Esta variante recuperaría parcialmente el principio de causalidad, pero sería de interpretación tan compleja como las actuales causas económicas, porque una definición muy laxa de trabajador equivalente permitiría cualquier sustitución no causal; una muy estricta impediría la sustitución de trabajadores menos productivos por otros más productivos.

3. La tercera se basaría en redefinir con mayor precisión los motivos económicos del despido procedente, de forma que las empresas no tengan que encontrarse en pérdidas o demostrar -ante instancias incompetentes para ello desde el punto de vista técnico- que el despido es la única o mejor forma de hacer frente a la situación. Una empresa bien gestionada debe tomar medidas de ajuste antes de entrar en pérdidas, e impedirlo afecta negativamente al empleo potencial. En esta alternativa el principio de causalidad se respetaría al ciento por ciento, aunque habría que ser muy preciso en la caracterización de las causas de procedencia para no caer en los problemas de la reforma de 1994.

En caso de que no se modifiquen las causas del despido procedente, la única posibilidad abierta sería reducir la indemnización por despido. Y puesto que el nivel de la misma en el caso procedente es razonable se trataría de disminuir la correspondiente al despido improcedente. Para ello existen tres vías, algunas de las cuales se han propuesto desde instancias políticas o sociales relevantes.

1. Contratos temporales de fomento de empleo de mayor duración (verbigracia: 10 años). Esta opción conculcaría el principio de causalidad, y sus efectos distorsionadores sobre el mercado de trabajo dentro de 10 años serían difíciles de exagerar. Además, dado que no se conoce fase expansiva alguna de que un ciclo haya durado una década, ningún empresario firmaría ese contrato. Si piensa mantener al trabajador incluso en condiciones cíclicas adversas, suscribiría un contrato indefinido, que le daría la posibilidad, si la situación empeora más de lo previsto, de recurrir a un despido procedente. Si piensa que lo va a despedir en condiciones depresivas no firmaría un contrato por 10 años, que le obligaría a un despido improcedente.

2. Reducir directamente la indemnización por despido improcedente. Y dentro de esta alternativa cabría hacerlo para todos los contratos existentes o sólo para los de nueva firma. Ambas variantes respetarían el principio de causalidad. La segunda -aparte de potenciales problemas de legalidad por trato desigual- crearía una cierta discriminación entre viejos y nuevos contratos indefinidos, pero a cambio de ello la contratación indefinida aumentaría, se consolidarían derechos adquiridos y se evitaría una sustitución intensa y muy concentrada en el tiempo de contratados antiguos por nuevos que podría tener lugar en la variante de reducción de los costes de rescisión de todos los contratos existentes.

3. Dejar libertad a las partes para que fijasen en convenio tanto las causas de despido como los costes de rescisión. El principal escollo sería que si ello no va, acompañado de un cambio en la definición del despido procedente las magistraturas declararían como improcedentes todos los despidos acogidos a esos acuerdos que lo fueran por causas no contempladas en la ley. Para evitar esto tendría que llegarse a un acuerdo entre las partes de ámbito nacional -no de empresa o sector-, y en ese caso estaríamos ante una modificación legal de las causas de despido procedente.

Mi opinión personal sobre la reducción de los costes de despido parte de tres criterios que, como todas las opiniones, son discutibles. El primero es que debe respetarse el principio de causalidad, porque lo contrario es dejar en manos de una de las partes todo el poder de mercado, y esto no es bueno en ningún mercado, y menos en el de trabajo. El segundo es que el despido improcedente debe ser fuertemente penalizado siempre que responda a decisiones arbitrarias del empresario. Y entiendo como arbitrarias las discriminatorias, las directamente encaminadas a debilitar la posición negociadora de los trabajadores, las que atenten a derechos individuales y las no justificables por razones empresariales en sentido estricto. El tercero es que es preferible que todos los asalariados estén sometidos a las mismas normas, porque lo contrario conduce inevitablemente a la segmentación del mercado de trabajo y, como sabemos, a su dualización en perjuicio de algún colectivo de trabajadores.

Estas tres premisas conducen a una conclusión clara: es mejor restringir las causas de despido improcedente que disminuir sus costes. manteniendo la definición actual. Por ello creo que sería deseable una definición precisa de las causas empresariales en sentido amplio y que se dictaran procedimientos muy precisos para su justificación, de forma que no se dejara al arbitrio de las magistraturas de Trabajo valoraciones técnicas ajenas al derecho laboral para las que no se encuentran capacitadas.

Para terminar, creo que el conjunto de la reforma no debería circunscribirse al tema de los costes de despido, sino que debería afectar también a la panoplia de modalidades de contratación' a la estructura de la protección del desempleo y a la de la negociación colectiva; por no entrar en el campo de las políticas de empleo y de formación en sentido amplio.

Respecto a las modalidades de contratación comparto la opinión generalizada de que las existentes ahora son excesivas. Una modificación de las causas de despido como la defendida aquí implicaría acabar con cualquier tipo de contrato temporal de fomento del empleo (CTFE) o de contrato a término no causal, y con contratos como el de nueva actividad, cuyo uso ha sido casi nulo.

Debería existir uno o dos tipos de contratos que fomentarán la entrada de jóvenes -cualificados y no cualificados- en el mercado de trabajo. Aquí, el instrumento básico es la reducción de los costes laborales a cambio de formación y experiencia profesional, y lo esencial sería establecer cautelas muy precisas que garantizaran que esa formación es efectiva.

Es obvio también que tendrá que haber contratos de obra y de carácter estacional que respondan a las características técnicas de ciertos procesos productivos (verbigracia: subcontratación o actividades de temporada).

Por último, un contrato a tiempo parcial definido de forma que permita jornadas flexibles en su cómputo e impida su utilización ficticia para beneficiarse de prestaciones reservadas a trabajadores en sentido estricto.

Respecto a la estructura de la protección del desempleo, creo que el llamado seguro debería aumentar el salario de reposición y acortar el tiempo de percepción. Es decir, proteger mejor durante menos tiempo. Con ello, el efecto impacto del desempleo sobre el poder adquisitivo sería menor y se fomentaría la búsqueda activa de empleo, con lo que cabe esperar que el tiempo medio de paro disminuiría. El mercado de trabajo sería más dinámico, la duración media del desempleo menor y los costes globales de protección se reducirían. Si este último efecto se produjera se podrían transferir recursos públicos ahora destinados a políticas defensivas hacia políticas activas de empleo.

Respecto a la estructura de la negociación colectiva, la idea fundamental sería acercar la misma al nivel de la empresa. No defiendo la individualización de la negociación, pero sí creo que la existencia de cadenas de convenios de ámbitos decrecientes, cada uno de los cuales define mínimos para el siguiente escalón, dificultan la viabilidad de las empresas y terminan afectando negativamente al volumen de empleo y su estabilidad.

Por ejemplo, no me parece inadecuado que los salarios se puedan determinar en función de los resultados y las expectativas futuras de las empresas, de forma tal que si la parte variable es relevante incluso puedan disminuir en ciertos periodos, y aumentar en otros por encima del crecimiento de la productividad. Pero, conviene tenerlo presente, este tipo de determinación salarial exige una información mucho más precisa de los trabajadores sobre la marcha de la empresa y, en último extremo, un reparto del poder político dentro de la empresa distinto del actual. Ligar los salarios a los beneficios sin que los trabajadores conozcan realmente cómo se generan estos últimos y las decisiones que se encuentran tras su evolución es un contrasentido.

Julio Segura es director de la Fundación Empresa Pública y catedrático de Fundamentos del Análisis Económico de la Universidad Complutense.

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