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Tribuna
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El arte de la injuria

La dureza con que los políticos españoles suelen ser tratados por sus rivales en la lucha por el poder no constituye una peculiaridad carpetovetónica; tampoco en este terreno la frase publicitaria España es diferente, acuñada por Fraga cuando era ministro de Franco, resulta acertada: la ferocidad y la crueldad son también habituales en las confrontaciones partidistas de los viejos países democráticos. Al contrario de las dictaduras, donde el flujo de los vituperios desciende unilateralmente desde las alturas gubernamentales hasta los amordazados opositores al régimen, el sistema pluralista garantiza al menos la reciprocidad universal de las críticas; la alternancia en el poder a través de elecciones libres asegura que ofendidos y ofensores, íncubos y súcubos, intercambien sus papeles periódicamente.Si Eligio Hernández, designado fiscal general del Estado por el Gobierno de Felipe González entre 1992 y 1994, hizo las delicias de la oposición popular con su cerrado sectarismo, ahora Juan Ortiz Úrculo, nombrado para ese mismo cargo por el Gobierno de Aznar, se dispone a ofrecer parecidas satisfacciones al PSOE. Así como los hijos dan a los padres muchas alegrías, pero también muchas preocupaciones, el nuevo fiscal general del Estado, belicoso presidente de la conservadora Asociación de Fiscales durante la anterior legislatura, ha comenzado ya a suministrar a los dirigentes y publicistas del PP esas contradictorias emociones. Con motivo del recurso dé apelación interpuesto ante la Sala Segunda del Supremo para que Felipe González fuera citado como imputado en el caso Marey, Ortiz Úrculo se desmarcó a título personal de la posición oficial del ministerio público, contraria a la comparecencia del ex presidente, interpolando una morcilla en el libreto y guiñando el ojo desde el escenario como los característicos de las astracanadas. No contento con esa anomalía, también interrumpió la deliberación de los magistrados del Supremo con una llamada telefónica justificada -de manera harto inverosímil- por el invencible deseo de saciar su curiosidad y conocer el fallo antes que nadie.

Las heridas causadas por las críticas son todavía más dolorosas cuando el cruce de improperios se produce entre compañeros o socios. Así, sucedió la pasada semana cuando Belloch, ex ministro socialista, arremetió contra lñaki Anasagasti, portavoz del grupo nacionalista vasco en el Congreso, con la ayuda de metáforas zoológicas pestilentes: PSOE y PNV gobiernan en coalición en el País Vasco desde hace años, fueron aliados parlamentarios durante la anterior legislatura y pueden volver a pactar después de las próximas elecciones. Igualmente llama la atención el lacerante tono despectivo empleado por Rodríguez, secretario de Estado de Información, para descartar que Cataluña y el País Vasco puedan participar eventualmente en competiciones deportivas internacionales con equipos y banderas propios: Aznar depende de los 16 escaños de CiU y de los 5 diputados del PNV para seguir gobernando.

Las groseras intemperancias de Belloch y Rodríguez tienen en común la falta de ingenio; la lectura de The Gentle Art of Making Enemies, del pintor Whistler, podría mejorar su capacidad imprecatoria. El empleo por el ex ministro socialista de la expresión ratas vascas para referirse a los nacionalistas radicales, simétrico a la utilización por ETA del término txakurra (perro) para insultar a los policías, evoca las campañas, nazis contra los judíos; en los debates políticos, la animalización del adversario no es un tributo retórico a las fábulas clásicas o a las películas de Walt Disney, sino una estrategia para deshumanizar al enemigo y privarle de cualquier derecho (incluido el derecho a la vida). Y la tosca descalificación como sandez de las pretensiones deportivas nacionalistas muestra que la fabricación de enemigos no es para el secretario de Estado de Información un arte noble y amable -como proponía James Abbott Whistler-, sino una práctica municipal y espesa.

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