Cambio de piel
Cuando un amigo dermatólogo comentó en una cena que tras las vacaciones una sospechosa cantidad de gente acude a él asustada por la aparición de manchas móviles, sarpullidos, visiones y ruidos imaginarios canciones lejanas, murmullos, pensé que el pobre hombre iba a demasiados congresos o quería impresionar a una corresponsal de guerra, presente en la cena, y no sabía cómo hacer. En cuanto a mí, no podía prever que este septiembre raro y fresco nos permitiría ver lo que otro más luminoso nos hubiese seguido ocultando. En septiembre, en efecto, lo he visto, mudamos de piel.Pero no tiene nada o poco que ver con el sol del verano -está claro que cada vez hace menos sol, o lo hace de forma distinta, y está más claro aún que cada vez más personas nos alejamos de él, recelosos de calores que antes no sentíamos, brillos, quemazones sospechosas- sino con una especie de mutación cuya naturaleza, lo confieso, desconozco. Por eso escribo esta columna: para ver si alguien sabe la respuesta y se decide a revelarla gratis. (Lo malo del merca-liberalismo es que las cosas tardan en saberse. En el liberalismo a secas por lo menos había filántropos)
Dudo sin embargo que se trate de lo que dice mi amigo el dermatólogo. Según él, la tibieza de mayo, el calor de junio, el final de la Liga, las horteradas de la primavera y el horno de julio someten la piel a una tensión progresiva que, rematada por el insalvable tedio de agosto -esa pesadilla en que todos somos bronceados comparsas de una revista del corazón de 31 volúmenes-, nos convierte en septiembre en seres ya no mudantes sino claramente mutantes.
Pues lo más extraordinario -piensa este hombre, y con razón-, es que nuestros cambios de piel no son más que una maniobra de distracción para evitar que se vea lo que ocurre detrás. En realidad da igual que se nos caiga la piel morena, nos salgan manchas que parecen mapas, nos cambie de color el interior de las orejas o escuchemos rumores de lejanas fiestas, risas apagadas particularmente incómodas cuando uno se está mirando al espejo.
Tengo un amigo antropólogo a quien se le ha quedado prendido para siempre entre el pelo el rumor a discoteca y el olor a patata frita de Puerto Banús, imagínense. Durante un tiempo creímos que era víctima de un sortilegio por parte de aquellos nativos, hasta que los descubrimientos del dermatólogo nos vinieron a aclarar el misterio: el rumor de discoteca y la patata frita (aparte de una fragancia a Armani clavada para siempre en la sinusitis) no son más que una manifestación un poco salvaje del fenómeno que la ciencia ha comenzado a detectar.
Sépase que el cambio de piel no es en realidad más que la manifestación externa de una mutación profunda: los cascotes que se desprenden de las laderas cuando la tierra tiembla, por así decir. Las manchas no deben asustar si el paciente está resignado a su suerte. Precisamente, los sarpullidos suelen ser signos exteriores de las violentas luchas interiores que se libran dentro de los rebeldes que han visto, el alba al irse a dormir o saboreado el Martini seco con olor a limón de mar, y nada más bajarse del avión redescubren al Estado-madrastra conminándoles a volver al ascensor de caja, la televisión, la moda, la cama estrecha y el despertador. Los lejanos rumores de fiesta no son más que engaños de la memoria, trucos de un pasado que no se resigna a serlo, para confundir al propietario y hacerle comportarse de una forma silvestre cuando es obvio que la fiesta ha terminado y ya estamos en un otoño para nada caliente sino más bien tibio, como por otra parte sabíamos todos que iba a ser.
Todo ello es muy duro de aceptar, explica el dermatólogo, y aquí es cuando intervienen los olores a patata frita y a Arman¡: con la ayuda del psicosimboductismo y la antropolorística, se ha descubierto que ambos olores son los del padre (patata) y la madre (Arman¡), haciendo un último llamamiento a la responsabilidad para olvidar todo lo que hayamos podido ver, oler, imaginar, intuir y sospechar en nuestros viajes y, otra vez, en aras de la razón de Estado, nos resignemos a un nuevo esfuerzo.
Así que tranquilícese.
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