La reforma de la monarquía británica
A falta de noticias políticas de mayor entidad durante el periodo estival, los medios de comunicación se hacían eco recientemente de una serie de propuestas en torno a la reforma de la Monarquía británica. El tema no deja de tener cierto interés, ya que no debemos olvidar que casi la mitad de los países que componen la Unión Europea -entre ellos, el nuestro- adoptan la forma política de Monarquía parlamentaria, cuyo referente más emblemático ha sido, sin duda, la Monarquía británica.La cuestión de la reforma de la institución monárquica plantea, de entrada, serios problemas por tratarse de una institución que, por su propia naturaleza, es muy difícilmente reformable, al menos desde presupuestos consecuentemente democráticos. En efecto, todas las monarquías se basan en la sustracción a la voluntad popular del instrumento político -el voto ciudadano- para decidir sobre el titular de la jefatura del Estado, a la que se accede por vía dinástica. Bajo estas premisas, cualquier reforma acorde con el más elemental principio democrático, como es el derecho de sufragio para elegir y ser elegido a un cargo público, cuestiona inevitablemente la esencia misma de la propia institución monárquica.
De todas formas, tanto la praxis política de las monarquías parlamentarias europeas como, en particular, la experiencia histórica de la Monarquía parlamentaria británica, han perfilado un modelo de organización política en el que se ha ido afirmando progresivamente la tendencia a hacer compatible la institución monárquica con la democracia parlamentaria. Desde esta perspectiva, cualquier reforma de la Monarquía ha de inscribirse, para ser coherente con los principios democráticos, en una orientación tendente a la plena inserción de la institución monárquica en el marco constitucional de la democracia parlamentaria. En este sentido, cabe mencionar la experiencia sueca (reforma constitucional de 1974), sin duda el ejemplo más acabado de racionalización de la Monarquía parlamentaria, en particular por lo que se refiere a, la configuración constitucional de la institución monárquica en el marco de la democracia parlamentaria.
No parece que sea éste el espíritu que anima a las recientes propuestas de reforma monárquica emanadas del palacio de Buckingham o, para ser más precisos, del Way Forward Group (grupo de camino hacia adelante) que, de acuerdo con las informaciones periodísticas, reúne a la familia real y a cualificados asesores de ésta. En primer lugar, el propio origen del grupo, formado a partir de los avatares del annus horribilis de 1992, según hemos conocido ahora, induce a pensar que más que de las cuestiones relativas a la institución monárquica y a su encaje actual en el sistema institucional de la democracia parlamentaria británica, de lo que se trata es de resolver los problemas de la familia real, en particular de alguno de sus miembros, lo que no constituye un buen punto de partida. Por otra parte, el procedimiento utilizado por este grupo, deliberando al margen del Parlamento, que es el que, en definitiva, tendrá que aprobar cualquier modificación del status real, resulta muy dudoso desde criterios acordes con un correcto funcionamiento institucional.
Por lo que se refiere al contenido de las propuestas, la primera observación que cabe hacer sobre ellas, consideradas globalmente, es que eluden el problema de fondo, que no es otro que el perfilar el diseño institucional de la Monarquía británica ante un futuro incierto. En este sentido, y en lo que concierne a la familia real en sí misma, carece de relevancia el número de miembros, que se pretende reducir, a los que se reconoce oficialmente su pertenencia a la misma; como también carece de trascendencia política el sexo del titular de la Corona, aunque en este caso hay que reconocer que siempre resulta más aceptable la equiparación de hombres y mujeres, incluso en sus derechos dinásticos, suprimiendo así la cláusula del Act of Settlement (1701) que otorgaba preferencia a los varones. Pero cabe dudar de la efectividad de esta reforma cuando se difiere su vigencia efectiva al momento en que puedan acceder al trono -Probablemente bien entrada la segunda mitad del próximo siglo- las eventuales nietas del actual heredero de la Corona.
Similares consideraciones cabe hacer sobre los aspectos relativos al status religioso del titular de la Corona y su consorte. No parece que la concentración de la jefatura del Estado y de la Iglesia anglicana en la persona del titular de la Corona, así como la prohibición para contraer matrimonio con una persona de confesión católica, tengan en el momento actual sentido alguno, por muy respetuoso que se sea con la tradición histórica. Pero la pérdida de la condición de defensor fidei que ostentan los monarcas británicos desde 1521 o la supresión de la cláusula del Act of Settlement que excluye a los católicos de los matrimonios reales no suponen, por sí mismas, ninguna aportación de carácter institucional que incida de forma apreciable en la configuración institucional del sistema político de la Monarquía parlamentaria británica.
Mayor trascendencia política tienen las propuestas sobre la reforma del modelo de financiación de la casa real vigente en la actualidad, basado en la Civil List y en virtud del cual el Parlamento aprueba periódicamente una asignación económica para la familia real. La pretensión, atribuida al príncipe Carlos, de renunciar a la Civil List y al sistema de financiación pública que ello comporta, a cambio de la devolución de los estados reales (propiedades entregadas por el rey Jorge 111 en 1760), cuyos rendimientos pasarían a ser la fuente de financiación real, plantea serios problemas políticos que afectan a la propia estructura institucional del sistema político de la Monarquía parlamentaria. Más allá de los aspectos estrictamente económicos de esta singular propuesta, que todos los comentarios coinciden en valorar como claramente beneficiosa para la familia real, el problema de fondo que suscita es nada menos que la desvinculación de la Corona, vía financiación independiente y privada, del Parlamento, lo que incide de lleno en el equilibrio institucional en el que se asienta la Monarquía parlamentaria. Hace, más de un siglo, W. Bagehot, en su obra clásica de obligada refrencia La Constitución inglesa, hacía una clasificación de las instituciones políticas británicas, distinguiendo entre efficient parts y dignified parts, incluyendo entre las primeras a la Cámara de los Comunes y al Gabinete y entre las segundas a la Cámara de los Lores y a la Corona. En los últimos años, han ido ganando fuerza en Gran Bretaña los partidarios de la racionalización constitucional del atípico sistema político británico -el nacimiento del movimiento Charter 88 sea quizá el reflejo más expresivo-, articulando coherentemente las partes dignas y las partes efectivas de las que nos hablaba W. Bagehot. En este contexto, la reforma de la propia institución monárquica constituye una de las cuestiones claves, si no la clave, de la reforma institucional del sistema político británico.
A la vista de las propuestas del Way Forward Group surgen dudas razonables sobre si éstas suponen efectivamente, y de acuerdo con la propia denominación del grupo del que parten, un paso adelante en el camino hacia la necesaria actualización. del sistema político británico y, en particular, de la institución monárquica en él. Más bien puede aventurarse que, de mantenerse la orientación de, la reforma en los términos previstos, la Monarquía parlamentaria corre el riesgo cierto en Gran Bretaña de perder la oportunidad que brinda la actual coyuntura para acometer los cambios inaplazables que exige su propia continuidad. En cualquier caso, es preciso llamar la atención sobre los efectos positivos que comporta la apertura de un debate público sobre la institución monárquica y su sentido en la actualidad, lo que inevitablemente plantea también el tema de la opción republicana, debate que en el momento presente no ha hecho más que comenzar.
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