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Tribuna
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Debimos decirle todo la verdad

Jorge Valdano

"No hay partido de vuelta entre el hombre y su destino " (Beekett)Le dijimos todo menos la verdad. Elogiándolo, adulándolo, adorándolo, lo ascendimos al cielo y abajo, entre la gente Porriente, empezó muy pronto a caminar con paso distinto. Él jugaba y en cada toque ponía a miles de su lado porque lograba el milagro (Dios) de amigar el asombro y la emoción.

Él solamente jugaba, pero a su alrededor ocurrían cosas serias. En mi pueblo hay un chico con edad de hombre al que se le llenan los ojos de lágrimas cuando lo recuerda con el balón en los pies. Siempre empieza igual: "Se acuerdan de aquella jugada...", luego viene el relato minucioso que también termina siempre igual: "Nunca más, cuidemosló porque algo así nunca más". Lillo, joven entrenador de la familia de los soñadores, me lo dijo muchas veces: "Yo, por Maradona, lloré de felicidad". Ese tipo de conmoción provocaba su fútbol en dos puntas del mundo y cuando el pueblo llora...

Jugaba y subía. Tres mil escalones por su físico parecido a una pelota, 5.000 escalones por su técnica milimétrica, un millón de escalones por sus apasionantes ocurrencias. Todo talento. Y subía. Y desde abajo los mortales empujábamos con palabras deslumbradas que le susurrábamos o escribíamos, y que decían todo menos la verdad. Era irremediable, al fin y al cabo nadie tuvo la culpa de que jugara (Dios) como los ángeles, y a todos nosotros las palabras se nos caían de felicidad, de emoción, de alguna manera, de amor. Y así llegó al cielo. Solo. ¿Quién podía alcanzarle? Tan héroe. ¿Quién tenía el coraje de decirle la verdad? Tan importante. ¿Quién se anima a decirle que no a un negocio próspero? Tan caro.

Fue un gran producto de consumo informativo y cierto periodismo lo supo de inmediato. Lo necesitaban para el espectáculo diario y si él no podía o no quería, esos caníbales lo despedazaban. Se comieron primero la parte visible, peto en el fondo de la mina de oro que Diego era vieron un drama, y entraron con cuchillos afilados para comer la veta de su dolorosa intimidad. Comían y vendían lo que vomitaban. Era caro por bueno y por malo, así que los buscadores de sinónimos que le rendían pleitesía cuando miraban embobados el cielo que habitaba se escandalizaron por sus ojos drogadictos, fueron a los antónimos y se los lanzaron con saña diciéndole de todo menos la verdad... Dios ganador adorado o sacrificado, pero siempre en el altar.

Y cayó en un precipicio hondo y oscuro con dolor y la vergüenza viajando en teletipo, retransmitido en directo, convertido en espectáculo de su teledolor y vendido, claro, caro. 0 muy arriba o muy abajo, siempre célebre e inalcanzable. Siempre solo. Sus ojos, contaminados de gloria y ya de ocaso, tenían un brillo desafiante, pero al mismo tiempo suplicaban algo: ¿Ayuda? ¿Qué querían sus ojos pelearse con el mundo, o auxilio?

Los mercaderes no miran a los ojos cuando están ocupados en sus cuentas. Hacían inventario: ¿Qué nos queda? El nombre de Maradona, un recuerdo grandioso, un poco de futbolista; no importa si gastado, confuso, herido. ¿Hay mercado? Por supuesto, siempre quedan tipos, huérfanos de ilusión, enfermos de melancolía, soñadores. Entonces, adelante. No les importó que fuera un paciente, ni que formara parte del pasado. Lo, necesitaban, vendía y lo sedujeron con cuentos que decían todo menos la verdad. A Diego lo movía una idea pura pero fantá9tica porque la realidad formaba parte de la verdad que le ocultábamos... Aquél era mal momento para feas verdades; Argentina había perdido cinco a cero en Buenos Aires frente a Colombia y la patria llamaba. A Diego le atraía volver tanto como a la gente reencontrarlo; lo necesitaban y no supo escapar, lo sé, yo también caí alguna vez en la trampa de la nostalgia. Y volvió... Y todo fue milagrosamente bien, y todo fue, también, espantosamente mal.

El amor y el odio siempre como acompañantes. Otro silencio largo parecido a la desesperación y esta vez es Boca el que le ofrece la posibilidad de vengarse y de ser querido. En medio de una gigantesca complicidad, de una monumental hipocresía de la que muy pocos son inocentes, jugó y muchas veces hasta bien. ¿Cómo podía ser? Los susurros de sus noches enmarañadas llegaban hasta España, al parecer muchos sabían que hasta su vida estaba en peligro, pero el espectáculo debía continuar y convenía callarse. Ahora llegó a un nuevo cruce peligroso y alguien le debe gritar que ni siquiera para los dioses hay camino de regreso.

Algún día Diego se mirará a sí mismo desde el incomparable balcón de su memoria y recordará con calma a la gente sencilla que lo quisol, también a los babosos que lo usaron, también a los traidores que un rato lo amaron y al siguiente rato lo mataron. Ése es el hombre. Todos somos más o menos así. También él es más o menos así fuera de la cancha, cuando los focos se apagan. El error imperdonable o inevitable es no haberlo ayudado a descubrirlo antes. Pero, ¿y los periodistas? ¿Y el amor de la gente? ¿Y el acoso de todos? ¿Y su propia confusión? ¿Y el negocio? Inevitable, fue inevitable... Sin embargo, debimos decirle toda la verdad: "Mira Diego, jugás a fútbol como Dios, pero sólo eres un hombre".

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