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Tribuna:EUROPA, FRENTE A LA INMIGRACIÓN
Tribuna
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La ley contra el honor

Un día, hace dos meses, la miseria del mundo llamó a la puerta de una iglesia parisiense situada en el barrio negro de la Goutte d'Or, en el distrito XVIII. Dios la dejó entrar. Y ella se instaló, asustada y temblorosa, representando la mala conciencia de algunos parisienses que estaban de vacaciones. Luego, otro día, en la madrugada del 23 de agosto, la policía irrumpió en esa iglesia dedicada a Saint Bernard. Expulsó del lugar sagrado a la Miseria y la dispersó. No lo hizo en secreto. Convocó a los fotógrafos y los cámaras: para que todos los miserables del mundo supieran de una vez que ya no hay que ir a Francia. Entonces, los franceses sintieron vergüenza.Lo que acabo de describir no es la realidad con dimensiones políticas internacionales sino una pequeña historia cargada de infinitos símbolos, vivida por millares de espectadores y millones de telespectadores. Porque en esto los símbolos son más importantes que todo lo demás. La pobre y miserable realidad, bien irrisoria a la vista de las matanzas de chechenos o de los genocidios de Burundi, es que una decena de malienses sin papeles, hartos de vivir perseguidos por los controles de identidad o las amenazas de expulsión, decidieron ocupar una iglesia, luego un gimnasio y después otra iglesia -la famosa iglesia de Saint Bernard- para realizar allí una huelga de hambre. El párroco los acogió. Otros amigos africanos acudieron a apoyarles. Las organizaciones caritativas les proporcionaron ayuda. Algunos agitadores de extrema izquierda intentaron manipularlos. Y entonces se produjo un milagro, o al menos así se creyó, cuando se

constituyó cerca de ellos y para ellos un llamado Comité de Mediadores.

En el comité estaban un profesor del Collège de France, Jean-Pierre Vernant, el más grande de los filósofos vivos, Paul Ricoeur, un ex embajador, algunos universitarios y algunos actores de esos que no firman manifiestos a menudo y no utilizan la desgracia ajena para lograr su gloria personal. Cuando los actores eran conocidos, como en el caso de Ariane Mouchkine o Emmanuelle Béart, quisieron permanecer discretamente en un segundo plano.

¿Donde residía el problema? Simple, entera y llanamente en el hecho de que todo era contrario a las leyes. En primer lugar, la tradición de amparo respetada por la Iglesia carece en Francia de estatuto jurídico desde que existe la democracia, puesto que se suponía que la Iglesia debía corregir la arbitrariedad del rey. Por otra parte, los 10 huelguistas de hambre habían solicitado el derecho de asilo. Sin embargo, no había motivos para que lo pidieran puesto que ese derecho está reservado a los súbditos de países gobernados por una dictadura, y en principio Malí es una democracia. Pero, durante el periodo en que se examina una petición de derecho de asilo (a veces casi dos años), el solicitante tiene derecho a vivir en Francia en determinadas condiciones. Por último, los huelguistas y sus 200 compatriotas y compañeros de miseria, aunque no eran inmigrantes clandestinos, se habían convertido en ilegales desde que una ley conocida como ley Pasqua (por el nombre del ministro de Interior que la

promovió) suprimió la concesión automática de la nacionalidad francesa a los nacidos en territorio francés, y por ende a sus padres.

En otras palabras, estos extranjeros infringían las leyes de un país que se enorgullece constantemente de ser el más glorioso y más antiguo de los Estados de derecho. La cosa parece estar muy clara. Pero es mucho más complicada. No en lo relativo al derecho de asilo, que no tendría ningún sentido si se concediera a todos los que simplemente quieren cambiar de país por capricho, o incluso por intereses materiales. Pero sí es más complicada en lo relativo a la ley Pasqua, porque la aplicación burocrática de esa ley consiste en privar de documentos de identidad a hombres, mujeres y niños que en ocasiones llevan 10 años en Francia y trabajan en el país.

Es cierto que la ley es la ley. Pero existen dos lecturas de su aplicación, si no de su principio. Es lo que expresó muy bien una decisión del Consejo de Estado cuando fue consultado por el Gobierno de Alain Juppé. Por lo demás, el primer ministro del presidente Chirac, desautorizando a su ministro de Interior, anunció que no se separaría a las familias, no se expulsaría a los enfermos y se volverían a examinar los cacos de algunos indocumentados. Todo eso era torpe, tardío, insuficiente. Pero, al fin y al cabo, se podía considerar que más de un centenar de indocumentados evitaban su expulsión y que el Comité de Mediadores podría hacer que los huelguistas de hambre se avinieran a razones y depusieran su actitud.

¿Por qué, al día siguiente de su discurso, Alain Juppé y suministro Jean-Louis Debré decretaron -por orden expresa de Jacques Chirac- el empleo de la fuerza? ¿Por qué esa irrupción en la iglesia de policías con cascos y armas? ¿Por qué esa demostración casi complaciente de brutalidad? La explicación tiene varios niveles. El primero es electoral. El Frente Nacional de Jean-Marie Le Pen gana terreno día a día. Su fondo de comercio es la xenofobia, y su lema, es la repatriación de los inmigrantes. En una época de paro, es una propaganda que tiene éxito esencialmente en los medios pequeño-burgueses de derecha y proletarios de izquierda: la nueva clientela de Jacques Chirac. No hay que dejar a Le Pen la exclusividad de la firmeza ante los inmigrantes clandestinos o indocumentados.

El segundo nivel corresponde a una estrategia, demográfica. Anualmente entran en Francia unos 100.000 extranjeros, y salen 30.000. Los otros 70.000 consiguen quedarse, y casi la mitad se une a los 300.000 clandestinos que ya viven en el país. Una buena parte consigue trabajos infrapagados con patronos que no los declaran, en particular en la construcción, el textil, la hostelería y los cítricos. La otra parte, que no encuentra trabajo, es presa de la criminalidad, de la delincuencia o, en ocasiones, de los islamistas.

Todos los gobiernos que se han ido sucediendo han declarado, desde luego, que había que luchar contra la inmigración clandestina. Pero ninguno tuvo nunca el valor de reconocer que la mitad de los clandestinos contribuye a la vitalidad competitiva de la economía francesa en los cuatro sectores indicados. Por lo tanto, sólo quisieron luchar contra los clandestinos que no tenían acuerdos secretos para ser empleados clandestinamente. Pero, ¿cómo hacerlo? Se acusa a los vecinos de Francia de que sus fronteras son un coladero. Según los franceses, a veces son los policías y aduaneros de los demás países los que se hacen cómplices de las redes corruptas de pasajeros clandestinos y las organizaciones secretas de inmigración

En esas condiciones sólo queda una solución: enviar un mensaje muy claro a los países exportadores de mano de obra haciendo saber por radio y televisión que ya no es bueno aventurarse hacia tierras francesas. En otras palabras, para disuadir a los extranjeros de llegar al país se asumen los riesgos de mostrar una imagen horrible de Francia y su policía. Se les dice a los pobres: "¡Miren qué malos somos, no vengan aquí!".

Después de este comentario matizado, tengo que decir que es una política lamentable. Es cierto que sólo se puede acoger una parte de la miseria del mundo, y que no se debe fomentar una inmigración masiva en un periodo de paro. Pero, con todo, cuando los alemanes repatrían a los turcos y, recientemente, a los vietnamitas, infligen a Francia y a otros países el oprobio de un ejemplo. Negocian con los Estados de origen la acogida de los repatriados y proporcionan ayuda a dichos países.

Los alemanes han llegado incluso a financiar fábricas en Hanoi con la condición de que den empleo prioritariamente a vietnamitas procedentes de la ex Alemania Oriental. Ni siquiera es seguro que los métodos absurdos y a veces deshonrosos adoptados por el Gobierno francés den resultado. Los franceses en dificultades pueden gustosamente ser, a ratos, xenófobos, pero siempre están del lado de los vencidos y de las víctimas. Y acaban de demostrarlo: un sondeo revela que un 55% de ellos condena el abuso de autoridad contra la iglesia de Saint Bernard.

Jean Daniel es director del semanario francés Le Nouvel Observateur.

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