Punto y aparte en Corea del Sur
ESPECTÁCULO INSÓLITO el de una democracia que hace apenas cuatro años sucedió a una dictadura y tiene memoria para pasarle cuentas al último tirano y a su principal acólito por los pecados cometidos. El general Chun Doo Hwan, golpista en 1979 y autoproclamado presidente de Corea del Sur, responsable de la matanza de cientos, quizá millares, de estudiantes en la ciudad de Kwangju, mayo de 1980, ha sido condenado a muerte, y su cómplice y sucesor, Roh Tae Woo, a 22 años y medio de cárcel. Si a eso añadimos otros 14 generales y 9 altos empresarios condenados a penas diversas por abuso de poder -sólo los militares- y corrupción -unos y otros-, tendremos el cuadro de una democracia, justamente implacable, que marca claramente el punto y aparte de un nuevo comienzo.El caso de Corea del Sur debería dar que pensar a todos los que proponen o aceptan la teoría de que democracia la hay de muchas clases y que un llamado neoconfucianismo chino, pero también japonés, de Singapur o de otros países en veloz desarrollo económico de Extremo Oriente, es la base natural de una supuesta democracia asiática, que nada le deba a moldes occidentales. El hecho de que ese neoconfucianismo se cultive en democracias aparentes, en las que la autoridad, sin embargo, pesa más que la libertad, y donde la cobertura social del trabajador tira a esquelética, es el verdadero fondo de la cuestión.
La península coreana quedó partida en dos en 1948, como consecuencia de la división del mundo en bloques al término de la II Guerra. Tanto Corea del Norte, bajo tutela china y soviética, como la del Sur, apadrinada por Estados Unidos, se organizaron como regímenes de fuerza. El del Norte, dictadura total, y el del Sur, con el Ejército orquestándolo todo, cuando no tomando directamente el poder. Pero, mientras Pyongyang se cocía en su propio subdesarrollo, Seúl se convertía en uno de los más agresivos tigres económicos de Asia.
Y, a medida que una cierta distensión se instalaba en la zona tras el fin de la guerra de Vietnam en 1975, ni Washington tenía el mismo interés en sostener regímenes duros en su anticomunismo ni una población crecientemente educada y rica iba a someterse mansamente a una dictadura militar brutal y corrupta. La matanza de Kwangju fue, así, la respuesta a una revuelta democrática de la juventud universitaria en una parte del país, donde, de otro lado, el porcentaje de cristianos es dominante en un Estado de mayoría budista.
Corea del Sur es hoy un ejemplo singular en un contexto de países más o menos formalmente democráticos, en los que los derechos individuales se inclinan casi siempre ante los presuntos intereses colectivos; un ejemplo, precisamente, en la defensa de los derechos de las víctimas de la dictadura. Seúl se enfrenta hoy, además, a una agitación, también estudiantil, que reclama pasos decisivos para la reunificación, en momentos en que su superioridad económica es tan grande que podría abonar la tentación de intentar absorber pura y simplemente el régimen nordista. Ello no tendría mayor trascendencia -otro tanto ocurrió con la Alemania occidental y la del Este- si no fuera porque Pyongyang, aparte de cortejar el átomo, es un régimen tanto más peligroso cuanto más desesperado y empobrecido esté.
Y esa capacidad de ajustar cuentas con el pasado -lo que no excluye la probable amnistía de los dos ex presidentes- sería bueno que se viera acolchada de prudencia en el presente. La violenta toma, hace dos semanas, de la Universidad de Seúl por parte de la policía, con cientos de estudiantes detenidos por manifestarse en favor de un diálogo político con el Norte, fue una demostración de nervioso autoritarismo. Si Corea del Sur vacila entre la democracia adjetivada, digamos que de Confucio, y la que viene sin tarjeta de visita, confiemos en que la condena de los generales apunte a una resuelta victoria de esta última.
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