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Tribuna:FAUNA IBÉRICA
Tribuna
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El maldiciente universal

Aquí está. Plantado ante nosotros. Siempre dueño de una daga afilada y dispuesta a hacer sangre. Es un sujeto esquinado, oblicuo. Ataca para hacerse valer. Sus opiniones son dogmas. Si alguien se atreve a contradecirle, inmediatamente arroja sobre el oponente su último dardo, el más afilado, el más penetrante, el más hiriente.Aplica banderillas a todo el mundo. Y nadie se libra de sus corrosivos ataques. Y así, de ese modo, abriéndose paso con ademán ofensivo, cruza entre los conocidos -que son amigos- invulnerable, incluso respetado. En consecuencia, provoca la lisonja y deja en el ocasional adulador un amargo sabor de conciencia como si la acrimonia del crítico infectase el alma del otro. Una y otra vez suscita en la gente la vileza "de tipo cordial" que él también sufre.

Hay en este paso una especie de degradación del espíritu que ya en tiempos Rousseau diagnosticó como esencialmente ligada a la vanidad. El maldiciente lo que en el fondo más desea es que se admire la personal hazaña de "leur propre coeur" -escribió el filósofo ginebrino- "médisant du coeur de l'homme".

El maldiciente se instala por encima de todo el mundo subido a un imaginario pedestal que nadie se atreve a socavar. En el fondo, allá en lo más hondo de su espíritu, lo que predomina es el desprecio. ¿Fulano?: un camelista: ¿Zutano?: un fanfarrón. ¿Perengano?: un producto de la propaganda. Et sic de caeteris.

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Cada época tiene sus transitorios modismos, sus tranquillos. En la década de los veinte a los treinta, la palabra mágica, el vocablo que todo el mundo entendía, era el defracasado. La moda consistía por entonces en poder soltar con estudiada y pedante solemnidad una estupidez de esta monta: "Ortega es un filósofo raté". Dicho esto, se quedaba el maldiciente tan satisfecho. Nosotros, jóvenes imberbes, no nos atrevíamos a llevarle la contraria. La sentencia, el apotegma, nos desorientaba radicalmente. Ortega, filósofo raté. ¿Sería posible? Nuestra desorientación era la medida, la justa medida del éxito de la frase, con lo cual la vanidad del que la profería aumentaba en diámetro y en operatividad confundente. He aquí, según yo pienso, otra nota distintiva del maldiciente: la gratuidad de casi todo lo que afirma. Que don José Ortega y Gasset era un talento especulativo de primer orden no constituía para nosotros materia de discusión. Con todo, tampoco éramos unos sectarios de sus ideas. Pero de ahí a sentar que todas las creaciones mentales del gran pensador resultasen baldías, superficiales y, en último extremo, infecundas, había una considerable distancia. Mas el daño quedaba hecho. El crítico, con sus fáciles fórmulas, con sus vulgares habladurías, había sembrado en el alma de aquellos mozos el germen de la desconfianza, el germen de la corrosión intelectual. Un corazón averiado nos había averiado a todos. Y aunque sus efectos fueron, por fortuna, transitorios, las huellas todavía perduran en no pocos de aquellos mozos lejanos.

La vanidad intelectual es una cosa terrible. ¿Por qué? Pues, sencillamente, porque es capaz de producir espejismos que en lugar de aproximar al prójimo lo que hacen es alejarlo cada vez más. Por eso la persona del maldiciente aspira a instalarse en un desierto. Y no para ser voz clamante, sino para establecer espacios de respeto. El hipercrítico no dispone de obra condigna que ofrecer a los demás, a "los muchos" como decían los griegos. Las manos vacías quedan disimuladas por el difuminado de la amplia perspectiva que borra perfiles y anula volúmenes. Me parece que todo el mundo ha experimentado esa extraña e inquietante desazón producida por el intransigente absoluto, por el demoledor por sistema. En última instancia, el castigo del maldiciente es la soledad. Una soledad que comienza por él mismo, dentro de él mismo. El murmurador, el destrozador, se encuentra como enquistado por su propia, por su específica personalidad. El núcleo, el cogollo del "sí mismo" es como una nuez dura a la que el propio dueño no puede hincarle el diente. Por eso intenta, una y otra vez, hincárselo a los demás. Todos los delirios aislan. El del cultivo del desdén por lo ajeno suele alcanzar fronteras inimaginables.

Vayamos, para concluir, con un modelo, con un modelo real que yo conocí y traté y del que da testimonio esta frase definitiva, casi, casi genial. Como alguien le preguntara en una ocasión por qué se ensañaba tanto y tan gratuitamente con todos, respondió esto: "Está usted muy equivocado. Yo no le quiero mal a nadie". Y, rápido, añadió: "Pero bien tampoco".

He aquí resumida en una mínima conclusión la circunstancia existencial del maldiciente. Todo lo que él dice, todo lo que, una y otra vez, intenta ofender, se vuelve contra él y lo sitúa en la peor de las ambivalencias: la que desemboca en no ser capaz de entregar su amor a nadie. Lo contrario de aquel consejo que san Juan de la Cruz dio por carta a una monjita: "Donde no hay amor, ponga amor y sacará amor".

Insisto. El que niega por sistema (como Mefistófeles) remata por ser negado. El odio universal, la animadversión aniquiladora, también engendran monstruos. Pero monstruos estériles.

Domingo García-Sabell, miembro del Colegio Libre de Eméritos, es escritor.

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