EL CUADERNO DE VALDANO
Venus, el vino y Lewis.Resistente al tiempo como una medalla de oro, Carl Lewis convocó otra vez al asombro, que en esta ocasión medía 8,50 metros en un estadio hirviente. Miren que se lo dije: "Carl,, lo importante no es ganar sino competir"; pero no hay caso, él venga y venga con ganar... Horacio le cantaba a los atletas que habían sudado, pasado frío y se habían privado de Venus y del vino; así debió caminar Lewis la vida desde hace 20 años, tarea nada sencilla porque hay pocas cosas más difíciles que hacer convivir a la gloria con la disciplina. Nació para correr y saltar, de acuerdo, pero si bien la naturaleza lo eligió dotándolo de talento y poder muscular, sin duda él se encargó del entusiasmo, palabra que por su origen (nos cuenta Eduardo Galiano) significa: "Tener lo s dioses dentro". Cuatro Juegos y nueve medallas después Carl Lewis se ganó el derecho de sacar a pasear a sus dioses en olor de multitud. Y para siempre.
Petanca olímpica. Al Comité Olímpico Internacional todo lo que está por debajo de la guerra y por encima de la petanca le sirve para sus juegos. El afán acaparador del COI le da dignidad olímpica al voley-playa (¿quién discute la frescura de su belleza?) y a los héroes de la NBA (¿quién discute su atractivo?), pero queda la sensación de que a uno le falta y a otro le sobra para merecer un lugar. Es posible (incluso muy probable) que yo sea un inadaptado que se ha quedado anclado en el espíritu y por eso sigo sin encontrarle sabor olímpico a Induráin, Mónica Seles o Bebeto, que me parecen destinados a otros escenarios. Mi falta de amplitud tampoco acepta con naturalidad que cualquier diversión comercialmente potable sea solemnizada como deporte olímpico. Puesto que la guerra asiste sin invitación en su siniestra modalidad de terrorismo, sólo nos queda luchar por encontrarle un sitio a la petanca.
¿Qué fútbol español? Se intelectualiza el fenómeno social (yo, pecador, me confieso ... ), se hacen espectáculos radiofónicos en donde son imprescindibles los amigos y los enemigos, se celebra la autoridad de los nuevos generales del banquillo y los directivos gastan fortunas en jugadores internacionales porque tiemblan ante la posibilidad de que les saquen tres pañuelos de protesta. Todo publicitado por palabras tan grandes que ya perdieron su significado.
Se vende futuro (¿quién ganará la Liga?), la anécdota (¿cuánto cuestan los zapatos de Mijatovic?) y el escándalo (¿quién versus quién será la próxima' pelea?). La falta de estilo, el culto al resultado, la permanente frustración internacional, todo eso interesa menos porque el espectáculo está del campo hacia fuera. ¿No será el momento de usar palabras más pequeñas? ¿De preguntarse cuál es la identidad del fútbol español? ¿De entender que también el negocio corre peligro si lo importante se convierte en secundario?
El terrenito propio. un amigo argentino, viejo habitante de las tribunas, me dijo que le daba miedo enamorarse de los jugadores: "¿Para qué", se lamentaba, "si cuando más entusiasmado estás viene cualquier equipo europeo y se lo lleva para siempre?". Diego Lucero, gran periodista uruguayo, lo dice de otra manera: "Hay que vender a los buenos para poder pagarle a los malos". No importa, con esa nostalgia a cuestas, el fútbol suramericano sigue respetando la ciencia inconsciente que es el imaginario colectivo y en los Juegos Olímpicos parece dispuesto a defender el viejo mito de su juego pobre y, sin embargo, tan rico. En países como Brasil o Argentina, el fútbol es un sentimiento que se parece al orgullo, una voz propia a la que Clinton no le puede quitar la visa, ni ordenar un bloqueo; un terrenito nuestro, en fin, en el que todavía nos sentimos alguien.
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