Conjura en la ducha
Toda la noche ha escuchado usted un murmullo creyendo que pertenecía a un sueño enigmático. Sólo por la mañana, al entrar energéticamente en la cocina para prepararse un cóctel molotov de café, se da usted cuenta de que también esta vez ha llegado tarde a la historia. Durante la noche se ha producido un golpe de estado. Es más, todavía está en marcha. El lavaplatos que usted encendió al irse a dormir ha traicionado su confianza y ha aprovechado la noche para socavar las bases de su hogar, su patria, su soberanía. El agua que ha estado regurgitando el aparato llega ya al congelador de su nevera, donde ha disuelto no sólo el hielo sino neutralizado la carne, el pescado y las espinacas a la crema de tres meses. El radiador resiste como puede pero está claro que va a sucumbir. La cesta de la ropa flota. El agua amenaza el comedor, que por un afortunado azar se encuentra en un nivel más alto. Y si llega al comedor... Ese era pues el murmullo. El insidioso y abyecto murmullo de la conjura y la traición.Toda la mañana afronta usted solo el desastre. No sólo porque se avergonzaría de contar a nadie hasta qué extremo de villanía ha llegado su lavaplatos, del que es usted responsable desde que firmó los papeles de adopción -además, la ropa sucia se lava en casa, como nos recuerda todos los días la prensa- sino porque encuentra usted cierto regusto en el desafío. Ahí es nada: afrontar y vencer una inundación. ¿No es esa la épica de nuestro tiempo? Seis o siete toneladas cúbicas de agua. ¿Se han enfrentado ustedes alguna vez a ellas? ¿Secarlas? ¿Secarlas armado únicamente de una fregona, toallas y un vocabulario, bien armado pero inútil? Debieran. Es una gesta.
La tarde le alcanza cuando aún el suelo brilla con medio centímetro de agua irreductible. Ya que la fuerza bruta no puede -ni sus riñones-, recurre usted a la astucia. Abre la ventana y decide esperar a que el sol termine la faena. Cuestión de tiempo. Aunque él será testigo de su debilidad, es más que probable que no hable. Sudoroso y magullado, pero orgulloso de su victoria, en la ducha le espera a usted otro complot: empujada por el agua, que misteriosamente se ha multiplicado, un cacharrito se sale del tubo y desarma todo el invento. No es posible volver a meterlo. Una tontería pero son las tonterías las que, derriban los imperios. Se tiene usted que dar un baño, como una actriz de cine, son las cuatro y usted no ha dado golpe.
Se precipita al teléfono para hacer todas las llamadas que no pudo hacer por la mañana, y numerosos contestadores le recuerdan que en esta ciudad el verano se extiende en inacabables crepúsculos en torno a la jornada continua. Como necesita usted hacer algo, recuperar el tiempo arrojado en la estupidez de secar agua, como necesita también mostrar su gesta, recorre la red de concesionarios de su lavaplatos para que alguien acepte la arriesgada misión de arreglarlo. Parece mentira que a su edad no haya aprendido: es verano, le recuerdan, los técnicos tienen el doble de trabajo. Le instruyen para que espere en su casa a que puedan venir: quizá mañana, tal vez pasado, probablemente dentro de tres días. Le explica usted a la señorita que tres días es ya una pena de privación de libertad pero es lo mismo que si le explicara cómo fabricaban los helados los chinos cuando aún no sabían conservar el hielo.
Por la tarde van cayendo sucesivamente el ventilador de su despacho, agotado, la cafetera, que inunda la casa de un olor a incendio, y finalmente el televisor, del que por la noche, cuando ya se entrega usted y se resigna, salen unas cosas inconcebibles. Nítidas, en colores chillones y castellano de doblaje, es imposible que nadie haya podido programar eso, mucho menos filmarlo, ni que nadie lo esté viendo. Seguramente es una avería moderna, aún difícil de reconocer. Apaga el aparato. Entonces comprende en el silencio: todo es una enorme conjura. El sabotaje de los aparatos a medianoche, la jornada contínua para que no pueda llamar en su auxilio, las vacaciones de los técnicos cuando se les necesita, la televisión quintacolumnista... Acéptelo. Van a por usted. Quieren su piel.
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