Una falta de educación
En un inteligente comentario sobre las elecciones presidenciales polacas, Timothy Garton Ash ironizaba a propósito de la multitud de argumentos publicados sobre las razones de por qué "Polonia prefirió" a un antiguo comunista sobre el antiguo líder de Solidaridad. Habría bastado que el 2% de los polacos hubiera votado de forma distinta para que hubiéramos oído decenas de argumentos sobre las razones de por qué "Polonia prefirió" a Lech Walesa en lugar de Aleksander Kwasniewski. Garton Ash planteaba así un problema central de las democracias modernas: el triunfo entre opciones enfrentadas se resuelve por el cambiante voto de un puñado de ciudadanos. En España, ha bría bastado que, por ejemplo, 300.000 madrileños hubieran votado de forma distinta para que al día siguiente todos los comentaristas hubiéramos lucubrado sobre las razones de por qué "el electorado prefirió" renovar su con fianza a los socialistas. Las elecciones en las democracias asentadas, libres de espectaculares corrimientos de opinión, comportan un ingrediente aleatorio que excita, cuando nadie ha ganado claramente la partida, las obsesiones ludópatas de la clase política. Tal vez por este motivo, la primera reacción de algunos destacados políticos inmediatamente que se conocieron los resultados electorales consistió en decir que no pasaba nada si había que volver al casino para repartir de nuevo las cartas y echar otra mano. Curiosamente, ésa fue la ocurrencia de los dos máximos responsables de la anterior legislatura. Gonzalez ya se veía sudando la camiseta en una nueva campana electoral y gritando, como quien tira los dados: ¡Y esta vez vamos a ganar! Pujol bromeaba con la idea de que el primer domingo de agosto sería una fecha estupenda para acudir de nuevo a las urnas. Lo que venían a decir ambos hombres de Estado era que muy pocos electores habían votado mal y que hasta que un número razonable de ellos no cambiara su voto y lo ajustara a las necesidades de la clase política, se podía seguir convocando elecciones. Al cabo, tranquilizaban, ésa es una eventualidad prevista en la Constitución.
¿Hay o no hay un mandato del electorado? La pregunta ni se plantea cuando las mayorías obtenidas por un, partido no dejan duda respecto a la existencia de un amplio respaldo, social. Así ocurrió con el PSOE en 1981 sin ningún abuso conceptual se pudo decir entonces que recibió del electorado, un mandato para gobernar. Este mismo argumento, sin olvidar la saludable ironía de Garton Ash, debería valer cualquiera que fuese el resultado: el mandato es idéntico, lo que cambia es el grado de maniobra que deja a la clase política. Pero existir, claro que existe el electorado, de la misma manera que existe la sociedad y no una mera yuxtaposición o suma de individuos. Es el electorado, no cada elector, el que manda; si lo hace sabia o torpemente, es cuestión irrelevante y hasta impertinente; el caso es que manda y que de su mandato, inequívoco o ambiguo, se derivan consecuencias políticas.
La primera consiste en obligar a la clase política a acompasar su conducta al resultado de las urnas. Sobre este punto no caben bromas, porque cuando los políticos se muestran incapaces de aceptar las - consecuencias de unas elecciones, trasladan a la sociedad los motivos de su discordia. Una sociedad pluralista y razonablemente cohesionada puede llegar a escindirse si los políticos, por halagara sus respectivos votantes, en lugar de interpretar el mandato dé! electorado se rebelan contra él y deciden forzarle la mano hasta obtener una votación más a su gusto. Algo de esto pasó en la República con todas sus elecciones anticipadas porque a los políticos nunca les satisficieron los resultados obtenidos. Sugerir que algunos han votado mal y evocar la posibilidad de nuevas elecciones es, además de una frivolidad, una falta de educación con el electorado de la que todos podríamos salir castigados.
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