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Ciudadanos del 'no'

¿Han intentado ustedes que una telefonista se salga del guión? Una telefonista, un guardia, un profesor, un camarero, un programador de televisión. Hagan la prueba, pero les adelanto el resultado: no se puede. La primera lección que aprende todo el mundo en esta ciudad de funcionarios es a decir no. No se puede. "¿Puede usted decirle al técnico que venga mañana y no pasado?". "No". "¿Aceptan cheques?". "No". "¿Puedo aparcar un segundo?". "No". "...es que es urgente". "No". "¿Puede poner otro tipo de películas? Éstas son asquerosas". "No". "Tiene usted unos ojos muy bonitos, señorita". "No". "Aunque sea día de fútbol, ¿me deja pasar?". "No". "es que yo vivo ahí". "Demuéstrelo". "¿Puede bajar la música?". "No". Este último fue el que realmente me llenó de asombro y me hizo caer en la cuenta de este no universal, de este no -plaga: después de haberlo intentado durante semanas, mi amigo Marco y yo conseguimos reunirnos al fin una tarde a la hora del café. Teníamos importantes negocios entre manos, y entre otros resolver de una vez por todas cuál es el futuro de las novelas con más de diez personajes (excelente). Era la hora del café, o del fútbol, y no pasaba casi nadie. Elegimos un elegante bar del Paseo de Rosales, que desde la ventana parecía: atractivamente desierto, pero al abrir la puerta lo encontramos atiborrado con una música de plástico que lo ocupaba hasta el techo y hacía rebosar los servicios. Pedimos al camarero dos cafés, dos vasos de agua y una música más baja, y como a, la tercera petición seguía sin bajar la música, quisimo s averiguar la razón. de tan exótico comportamiento. "Es que no se puede", dijo el camarero. "¿?", quisimos saber. Y el hombre nos explicó entonces (se lo resumo) que ahí no se podía bajar la música porque ese era un bar con música. Le juramos que no queríamos quitar la música (por Dios, qué atrevimiento), y que en todo caso podría subirla tan pronto la sombra de un cliente asomara a tres metros de la puerta, pero que por favor mientras tanto la bajara. Por misericordia. "No", respondió. Era un no decidido, radical, heredado y casi antropológico. Era un no admirable por indestructible. Un no esencial.

Durante unos días a mí se me olvidaron los problemas de la novela en occidente pues, con ese olfato que caracteriza a los grandes columnistas, había detectado un Gran Thema. Un Thema de Actualidad en el que no había reparado nadie, al menos en los últimos tres meses: el No como signo distintivo de la Identidad Madrileña, (que brindo aquí, pues da para todos, como tema de tesis doctoral).

Comprenderán ustedes que durante varios días, intimidado por la trascendencia de mi descubrimiento, fuese incapaz de hablar de otra cosa. Como la manzana de Newton, el No de mi camarero venía a aclararme muchas cosas: aquel comportamiento del portero de un teatro de la Comunidad de Madrid (¿casualidad?), que con ocasión de un reciente libro de Alberti se negaba a abrir la puerta (caían chuzos y los lobos aullaban) porque "todavía no son las ocho menos cuarto". O la negativa de una señora que conozco a que las flores de la vecina sobrepasen la altura de su tapia; (ha tenido que importar rosales enanos). O el No descastado de mi padrino a regalarme un coche nuevo, o el cruel de mi profesora de árabe a salir conmigo: Madrileñismo ontológico. El no en tanto que tal.

Hasta que mi amigo Fernando, un aventurero que ha rodado mucho, me contó algo que al principio me desanimó sobre la validez de mis teorías pero después me ha hecho ver que las refuerza: en el origen, el No era nuestro: luego lo exportamos al universo junto con otros valores indiscutibles. En cierta ocasión, contó Fernando, en Quito se enfrentó a un menú de restaurante que se componía de dos hileras: a la izquierda los sandwichs -pollo, jamón, queso, etcétera-, y a la derecha las tortillas: pollo, jamón, queso, etcétera.

Fernando, que es un original, propuso a su vez: "¿Me podrían hacer un sandwich de tortilla?"

A ver si adivinan la respuesta.

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