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La hora de los pactos

La fragmentación del Parlamento surgido de las elecciones del pasado domingo ofrece una magnífica oportunidad para la maduración de la democracia española. De hecho no ha sido ahora, sino que hace ya tres años que iniciamos una nueva etapa. Tras la transición basada en los pactos promovidos por la UCD y el periodo de mayoría absoluta del PSOE, esta tercera etapa se caracteriza de nuevo por el pluralismo, que vuelve a hacer necesarias las negociaciones y los pactos entre partidos y que puede inducir otra vez al consenso en la sociedad. El periodo de rodillo socialista 1982-93 quedará así como un paréntesis, explicable por el miedo de la ciudadanía ante la fragilidad de una democracia aún muy joven, pero que afortunadamente hace tiempo ya que quedó atrás.Con el resultado de las elecciones del 3 de marzo, el régimen político español ha reducido sus tendencias mayoritaristas y de concentración del poder. Se ha evitado una nueva mayoría absoluta y, con ella, la política de confrontación. Se ha mostrado que la alternancia de partidos en el Gobierno es posible, pero que por suerte no necesariamente conlleva giros drásticos de políticas públicas, las cuales siempre generan bipolarización social. Nos ahorraremos así el penoso espectáculo -típico aún en otros países con democracias más rudimentarias- de ver cómo -un nuevo Gobierno dedica una parte de su precioso tiempo a cancelar el trabajo de su predecesor y a sustituirlo por alternativas radicalmente opuestas. A primera vista, la dificultad de formar Gobierno puede suscitar temor de inestabilidad -que es lo que parece haber sacudido a los mercados financieros en la primera mañana poselectoral-, pero no hay duda de que, a la larga, la incertidumbre habría sido mucho mayor y más peligrosa si el juego político hubiera provocado periódicos giros de la tortilla, ya que éstos no sólo comportan grandes desigualdades de satisfacción política en el electorado, sino que está comprobado que la sucesión de tumbos a derecha y a izquierda acaba desincentivando la ¡inversión de los ciudadanos en el futuro, sea en formación, en laboriosidad o en capital.

Volvernos, pues, a la hora del consenso. El Parlamento puede volver a ser escenario político principal y no un mero magnetófono de cintas, grabadas previamente en las sedes de los partidos. Con ventaja con respecto a la transición, las instituciones son ahora mucho más sólidas, tienden a impedir las negociaciones ocultas y los pactos secretos y su propio funcionarniento reclama luz, taquígrafos y responsabilidad de los políticos ante el público. Ciertamente, los acuerdos inmediatos no serán fáciles, ya que el partido más, votado ha obtenido menos escaños que nunca antes y sólo puede formarse una mayoría con un mínimo de tres partidos. Pero, ante1a fuerza de los números, el PP no tendrá más remedio que, aprender a ceder en sus -posiciones y a compartir el poder. Para ello podría encontrar una buena fuente de inspiración en la UCD, que reivindica. como su predecesora, la cual alcanzó pactos variados bien con los nacionalistas catalanes, ffien con los socialistas o incluso con los comunistas de entonces, bien con todos ellos en temas constitucionales y de amplio interés general. Por su parte, el PSOE acertará si olvida el estilo de oposición frontal que practicó frente a la UCD, en la esperanza que hoy sería quimérica de dar un nuevo vuelco a la situación, y desarrolla en cambio la predisposición al acuerdo con otros grupos que la necesidad le indujo a apuntar tras las elecciones de 1993. Los nacionalistas catalanes y vascos posiblemente ya han empezado a comprender que su tradicional actitud de inhibición en la gobernación diaría del Estado les acaba siendo perjudicial, pero incluso la abs,tención permisíva o la colaboración retráctil que ha practicado CiU estos últimos años resultarían hoy insuficientes. La etapa actual requiere que cada uno se moje, asuma compromisos concretos y con calendarioy rinda cuentas después.

La formación de coaliciones en el nuevo Parlamento puede dar resultados variados. El PP deberá tratar de formar una mayoría multipartidista estable para la investidura de presidente de Gobierno y para la aprobación de los presupuestos. Pero para la elección indirecta de organismos como las mesas de las cámaras, los organismos judiciales y el gobierno de RTVE se requerirán otros acuerdos más amplios, que sólo pueden repercutir beneficiosamente en su independencia, en una mayor competencia profesional de sus miembros y en una mayor credibilidad de la división de poderes. Incluso la tarea legislativa puede ser desarrollada con participación de diversos grupos, según la intensidad de intereses que cada uno manifieste con respecto a los diversos temas de la agenda política. Tal vez esta continua tarea de tejer y destejer pueda suscitar cierta sorpresa tras un periodo de Gobiernos que podían mandar en vez de gobernar una sociedad compleja. Pero la estabilidad fundamental -la que permite a los ciudadanos, los grupos y las empresas planear sus iniciativas en un marco de referencias fiables- podría quedar asegurada si al mismo tiempo se consolidaran acuerdos de muy amplio consenso, que incluyeran a la vez al PP, al PSOE y a los nacionalistas, en temas básicos de política económica, con respecto a la Unión Europea, frente al terrorismo y sobre la financiación de los partidos y la corrupción.

En el fondo, el pluralismo sólo obliga a la sociedad política a acercarse a la práctica de intercambios en mutuo beneficio característica de la sociedad civil (tan elogiada incluso por algunos de los que querrían sustituirla). La propia sociedad política puede favorecer las negociaciones y los acuerdos entre agentes privados, por ejemplo, si impulsa acuerdos de concertación social.como los que hubo en la primera etapa de consenso y desaparecieron en la ulterior etapa de mayoría absoluta monocolor. Pero incluso en ausencia de acuerdos formales, los ciudadanos siempre acaban ganando cuando los políticos tienen que asumir el coste de negociar entre ellos, ya que aumentan las oportunidades de someterlos a control.

La nueva etapa de pluralismo político exigirá, pues, un nuevo aprendizaje de los dirigentes de los partidos, distinto seguramente del que la mayoría de ellos había planeado o temido. Las re-compensas a medio plazo pueden ser distintas para cada uno según cuál sea ahora su actitud básica ante las nuevas oportunidades de negociar y pactar. En rigor, no puede considerarse siquiera que el actual sistema de partidos haya alcanzado un equilibrio estable: la asimetría entre una derecha unida y una izquierda dividida va acompañada por la anómala sustitución del centro-derecha español por los partidos nacionalistas. En el futuro, cabe que éstos consoliden su papel en la política española, pero cabe también que reaparezca una mayor distinción entre el centro y la derecha o que el reequilibrio de la izquierda aumente la simetría entre los dos bloques. La estrategia que cada uno adopte ahora ante las nuevas oportunidades de construir consenso pluralista puede repercutir decisivamente en estas posibilidades de reestructuración.

Ante el nuevo horizonte que han abierto estas elecciones, no cabría sino desear que dentro de un tiempo alcanzáramos un estadio en el que el juego democrático consistiera en una sucesión de suaves relevos de Gobiernos multipartidistas de coalición. Habría entonces, sin duda, menos dramatismo en las campañas electorales, la agenda política podría concentrarse en temas concretos de políticas públicas y acabaríamos acostumbrándonos a pequeños y frecuentes cambios de orientación política sin pensar que siempre nos amenaza etcaos. Para avanzar hacia ello, ahora hay que repartir más el juego. Como dijeron los portavoces de los partidos -por una vez con acierto- durante la noche electoral, en esta ocasión todos han ganado. Pero "si todos han ganado la carrera , todos deben tener preínio", como le dijeron a la Alicia del cuento en una situación no muy disin-úlar.

Josep M. Colomer es profesor visitante en el Instituto de Estudios Políticos de París.

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